Autora: Andrea Casado | Imagen: Gregg M. Erickson | Es ya conocida entre aficionados a los volcanes la historia del Monte Santa Helena, o al menos la historia detrás de su más famosa erupción.

El volcán de Santa Helena se encuentra situado en el estado de Washington y pertenece a un pequeño segmento de los volcanes del Anillo de Fuego del Pacífico, llamado “Cascade Range” o Cordillera de las Cascadas. Se caracteriza por ser el volcán más reciente y activo de la cordillera e incluso se le conocía como el “Fuji de América” antes de la erupción.

El 16 de marzo de 1980 comenzó la acción. Aquel día se registraron una serie de terremotos de poca magnitud, que seguramente provenía del movimiento del magma bajo el volcán, y tan sólo cuatro días después se registraba el primer terremoto apreciable, con un 4.2 en la escala de Richter. Durante los posteriores días se siguieron registrando hasta 172 de terremotos de baja intensidad, pero el día 27 de ese mes se produjo una explosión por el magma al entrar en contacto con el agua y generó un cráter de 76 metros, mientras que se producía simultáneamente una fractura de casi cinco kilómetros a lo largo del volcán.

Pero esto sólo fue el principio. Se sucedieron los temblores y el volcán expulsaba gases en las inmediaciones, y todo indicaba que podía producirse una erupción. El 3 de abril, los geólogos encargados de la vigilancia del Santa Helena detectaron unos temblores armónicos propios característicos de erupciones, y presionaron al gobernador para que evacuara las inmediaciones del volcán por el riesgo. El resto de abril, el volcán permaneció más o menos estable lo cual hizo que la opinión popular presionara al gobernador para que levantara las alertas, pero los geólogos detectaban los cambios del volcán: el hundimiento de la ladera norte, provocado por el aumento de volumen que correspondía al magma que ascendía.

Finalmente, el 7 de mayo comenzaron las erupciones, que fueron parecidas a las que se habían producido en marzo y abril, y que atrajeron a curiosos y espectadores, pero la actividad desapareció el día 16 de mayo. En aquel momento, el domo el cráter estaba en su punto de máximo volumen, pero a pesar de ello, el 17 de mayo se permitió una expedición de un pequeño grupo de gente a la zona de peligro debido a la presión pública.

A las 7:00 de la mañana del 18, el geólogo David A. Jhonston transmitió por radio los últimos datos obtenidos, en los que no se había producido ninguna variación en los gases emitidos, ni había nada extraño que pudiera alertar de que se iba a producir ninguna erupción. A las 8:32 se produjo justo bajo el volcán un terremoto de 5.1 de magnitud, que provocó el derrumbamiento de la ladera norte en apenas 20 segundos, provocando un flujo piroclástico justo detrás de los escombros, que se produjo por la repentina bajada de presión sobre los gases del volcán. Éste flujo pudo alcanzar los 1.080 km/hora y más de 360ºC, y arrasó todo a su paso llegando a un área de influencia de varios cientos de kilómetros cuadrados en los que hubo desde una desintegración total hasta la calcinación de árboles.

El flujo piroclástico principal no fue lo único que aconteció: se produjeron sucesivas erupciones, nubes de ceniza cubrían el cielo, la nieve que se derritió por el calor de la erupción bajó ladera abajo en forma de lo que se denominan “lahares”. Con tanta destrucción, uno se espera que las cifras de muertos ascendieran a miles de personas.

Pero solamente hubo 57 víctimas, todo ello debido a la labor de los geólogos y a la presión a las autoridades para evacuar las zonas circundantes, y también las propias autoridades que tomaron la decisión correcta. Un dato curioso al respecto es el hecho de que la erupción se produjera en un domingo; que evitó que aproximadamente 300 leñadores que trabajaban en las inmediaciones, no sufrieran dicha erupción.