Investigar en los confines del mundo

Aventuras y desventuras de un geólogo en la Península Antártica

1
5457

Cuando el ¨Twin¨, la pequeña avioneta de siete plazas que hace el vuelo Marambio- Esperanza, ¨anevizó¨ en la superficie blanca del Glaciar Buenos Aires, los científicos españoles que llegábamos por primera vez al continente antártico experimentamos una extraña sensación de inquietud y relajación. Inquietud y preocupación por si las condiciones meteorológicas de finales de enero y principios de febrero, nos permitirían completar la misión que nos había llevado a 14.000 kilómetros de nuestras casas; relajación, porque por fin estábamos en Bahía Esperanza, la base antártica permanente, orgullo de Argentina, pues en ella pasan un año entero 40 familias, con sus niños y su escuela, y en la que han nacido siete argentinos.

El viaje hasta llegar a Esperanza, como les gusta llamarla a sus moradores temporales, había sido demasiado largo y accidentado por lo que una extraña sensación de quietud y tranquilidad nos embargaba, era como si llegásemos a nuestro hogar después de una larga ausencia. Y es que, de hecho, la casita que nos asignaron en la base a los tres investigadores españoles y a un colega argentino fue nuestro auténtico hogar en las cinco semanas siguientes.

Las dificultades para llegar a nuestro destino habían comenzado en Buenos Aires, donde permanecimos diez días, esperando en el tórrido verano porteño, partir de un día para otro, sin poder alejarnos demasiado de la desvencijada sede del Instituto Antártico Argentino (IAA), pues si nos avisaban, teníamos que estar en tres horas, con todo preparado y dispuestos a partir para el continente blanco. El día de la partida fue celebrado por todo lo alto con un ¨asado¨ – es como llaman los porteños a una parrillada de buena carne argentina-, en la Base Aérea de Palomares, a 40 kilómetros de la Capital Federal pero aún dentro de su inmenso ¨conurbano¨.

Aterrizamos en Marambio, la base aérea permanente que Argentina mantiene en la única isla libre de hielos del Mar de Wedell, dos días más tarde, después de un accidentado viaje en tres Hércules distintos y haciendo escalas en Bahía Blanca y Río Gallegos. Siete días más en Marambio casi agotan nuestra paciencia pero las condiciones para poder volar a Esperanza, nos explicaba el responsable logístico del IAA, Rudy del Valle, deben de ser óptimas, no puede haber niebla ni la superficie del Glaciar Buenos Aires debe de estar demasiado resbaladiza si el día es muy soleado, por lo que necesitamos un día con algo de nubosidad pero sin nieblas.

El viaje a Esperanza compensó todos los sinsabores de la espera, pues si en el Hércules no pudimos ver nada tirados en el suelo de su inmensa panza sin ventanas, la visión del Mar de Weddell y de sus islas desde la pequeña avioneta con inmensos ventanales que nos llevaba a nuestro destino final quedaran en nuestras retinas para siempre.

Contemplamos desde el aire la desolada visión de Marambio, su color marrón con pequeños retazos de nieve, nos hicieron comprender por qué se la denomina en la jerga antártica ¨Barrambio¨. Pudimos ver a nuestra izquierda el imponente aspecto de gran portaaviones varado que semeja la isla Cerro Nevado, donde el geólogo y aventurero sueco Otto Nordenskjöld pasó algo más de dos años, entre 1901 y 1903, junto a otros cuatro suecos y noruegos y el loado alférez Sobral, primer argentino en invernar en la Antártida. Antes de llegar a Bahía Esperanza volamos por el extremo septentrional de la Península Antártica y divisamos a lo lejos el majestuoso aspecto de la isla James Ross, que con su glaciar de casquete de más de 1.000 metros de altura, asemeja una gigantesca tarta blanca.

En la improvisada pista de anevizaje del Glaciar Buenos Aires, nos esperaba una nutrida representación de las autoridades de la base presididas por  el Coronel jefe. Después del rito de revolcarse en la nieve del glaciar, inveterada costumbre que todo primerizo en llegar a Esperanza debe observar, cogimos nuestros petates y nos subimos al autobús oruga que nos había de llevar hasta la base distante unos cinco kilómetros.

Desde las ventanillas del original vehículo que nos desplazaba sobre el glaciar a 10 kilómetros por hora, pudimos contemplar la esbelta mole del Monte Flora que se eleva casi mil metros por encima de la base. Una sensación de sobrecogimiento y de excitación nos embargaba y el exceso de adrenalina se percibía en una inusual euforia no carente de cierto nerviosismo.

La casa que nos asignaron en el pequeño pueblecito al que se asemeja la base Esperanza, era mucho más confortable de lo que estábamos acostumbrados en las precarias instalaciones antárticas españolas. El pueblo tenía de todo, escuela, botiquín, con la encantadora doctora Alejandra al frente – en realidad utilizamos cualquier clase de excusa en las semanas siguientes para poder visitar la enfermería- y hasta capilla, donde un sargento-diácono oficiaba una ceremonia religiosa todos los domingos con comunión incluida. Pero era el salón social donde asistíamos todos los días a comer o cenar y a la sesión de cine la noche del sábado, el lugar más frecuentado después de nuestras exploraciones por los alrededores de la base.

En las siguientes semanas levantamos el mapa geológico de todo el macizo rocoso del Monte Flora , ascendimos a su cima, con algún paso de escalada y nos encontramos con la sorpresa de que en lo más alto una expedición británica de 1973 había dejado en un botella tres páginas arrancadas de una revista Play Boy de la época, con unas espectaculares señoras sin ropa que nos hicieron exclamar aquello de ¡estos guiris¡, también encontramos señales de otra ascensión argentina de cinco años antes, pero era una loa a la valentía y arrojo de los esforzados oficiales y suboficiales del glorioso ejército argentino y un encendido recuerdo de sus madres, esposas y novias, nada que ver.

En esos días, mientras hacíamos nuestras investigaciones en el campo, pudimos contemplar la rudimentaria cabaña de piedra, en la que el geólogo Gunnar Anderson pasó junto con otros dos colegas suecos el largo invierno de 1902, sin ropa adecuada ni víveres ya que les habían dejado para pasar sólo dos meses de verano; pero el desafortunado hundimiento del buque Antartic, en el estrecho que hoy lleva su nombre, hizo que nadie acudiera a recogerlos en el tiempo convenido. Anderson y sus colegas lejos de arredrarse, construyeron la cabaña, se alimentaron y se vistieron con pieles, se calentaron con grasa de focas o pingüinos y en la primavera de 1903 emprendieron a pie la travesía de la Península Antártica hacia el sur, hasta encontrarse con Nordenskjöld y sus colegas, que habían igualmente sobrevivido en su casa de madera de Cerro Nevado un segundo invierno, al no poder recogerlos tampoco el Antartic después del naufragio. Cual sería su aspecto, tiznados de negro por el humo de la grasa de foca, cubiertos con rudimentarias pieles, que Otto al verlos a lo lejos los confundió con ¨aborígenes antárticos¨ hasta que se dio cuenta que a sus gritos contestaban gritando en sueco. Cuando uno contempla la foto de Anderson y sus colegas, obtenida en Cerro Nevado el día del feliz encuentro, en el pequeño museo de la Base Esperanza comprende la confusión mental de Otto Nordenskjöld. Afortunadamente todos ellos se salvaron pues la pericia del Capitán Larsen había permitido salvar a toda la tripulación, invernando en la isla Paulet y encontrarse con los expedicionarios de Cerro Nevado, dos semanas después del encuentro con Anderson. La fragata argentina Uruguay hizo el resto, al llegar a buscar a su compatriota desaparecido y a sus colegas suecos.

También pudimos visitar las ruinas de la base británica 26, que ardió en 1948, y las tumbas donde el geólogo Smith y el meteorólogo Brown estuvieron enterrados hasta que se repatriaron sus cadáveres en 1978, coincidiendo con el cierre de la nueva base británica que hoy administran precariamente los uruguayos (en ese momento hacía dos años que no la visitaban y en duro invierno antártico había roto ventanas e introducido una gran cantidad de nieve en su interior).

Fue una estancia feliz a pesar de las grietas del Glaciar Buenos Aires y de las dificultades para investigar en lugares tan remotos y abruptos pero aquel verano austral de 2008 siempre quedará en nuestros más íntimos recuerdos como una etapa inolvidable en nuestras vidas.


El autor: ROBERTO RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ es Licenciado en Ciencias Geológicas por la Universidad de Oviedo, en 1975, y es Doctor en Ciencias Geológicas por la misma Universidad en 1992. Ha desarrollado toda su carrera profesional en el IGME, donde ha sido  Director de Geología y Geofísica, durante los años 2004 a 2007 y Director Adjunto de Infraestructura Geocientífica y Servicios desde  2010 hasta 2013.

Desde el año 2002 es Director del Proyecto ¨Geoparques¨(Guías Geológicas de Parques Nacionales) desarrollado conjuntamente por el IGME y el OAPN con el que, fundamentalmente, se están elaborando Guías Geológicas para la Red de Parques Nacionales. Como investigador ha desarrollado su actividad profesional tanto en España como en Iberoamérica y la Antártida. Actualmente es Investigador Principal del Proyecto del Plan CONSOLIDER-INGENIO ¨TopoIberia¨.

Ha publicado más de 170 artículos, capítulos de libros y mapas geológicos y ha sido profesor de cursos de doctorado en la Universidades de Oviedo y León. Ha impartido  numerosos cursos especializados de Geología Estructural y Cartografía Geológica en  Argentina, Perú y República Dominicana y de Geología del Subsuelo en la Escuela de Geología Profesional del ICOG. Asimismo ha impartido más de 50 conferencias en Argentina, Chile, España, Perú y República Dominicana y ha sido coorganizador de diversos congresos y reuniones científicas nacionales e internacionales.

Es geólogo colegiado nº 299. y ha sido vocal del ICOG