Autor: Antonio Aretxabala. Delegado del ICOG en la Comunidad Foral de Navarra | El terremoto de Nepal del 25 de abril de 2015 (M 7,8) y dos de los terremotos principales (6,8 y 6,7) han afectado a cerca de diez millones de seres humanos entre fallecidos, heridos, desplazados o huérfanos. Y no ha sido una sorpresa, una de las regiones sísmicas más activas del mundo se asienta sobre una caja de resonancia sísmica: una antigua laguna rellena de sedimentos, que por si era poco sustenta una de las tres zonas más densamente pobladas del planeta. La aglomerada capital Katmandú, ha sido aniquilada de tres plumazos, con ella cerca de 10.000 víctimas mortales, cientos de miles de heridos y una centena de tesoros perdidos, siete de ellos Patrimonios de la Humanidad (UNESCO) sufren daños irreversibles. La historia de Nepal ha quedado reducida a escombros.
La población crecía a razón de un 6,5 por ciento al año. Durante las últimas décadas el valle de Katmandú vio sus tierras de cultivo convertirse en zonas densamente urbanizadas. Trazados desordenados, pocas restricciones en las nuevas construcciones, incluidas las escuelas, hospitales y edificios públicos, hicieron al valle de Katmandú poco resistente y resiliente ante los impactos sísmicos. La mayoría de los edificios no cumplen con el Código de Construcción Nacional de 1994; cada año 6.000 nuevos edificios de hormigón se sumaban a la voracidad urbanística alimentada por las divisas de los trabajadores emigrados al extranjero: unos 5.000 millones de euros anuales. A Nepal le cayó la desgracia, pero en el sorteo de la desventura y la fatalidad no era el único país que había comprado tantas papeletas. “La historia recuerda cuán grande puede ser la caída” (Fool’s Overture, Supertramp) y la historia una vez más nos proporciona la visión necesaria para comprenderlo:
El ser humano ha llegado a las cotas más elevadas de la evolución gracias, entre otras muchas otras cosas, al conocimiento científico y a su aplicación en la adecuación del medio para su propia comodidad. Así, las ciencias naturales y sus especialidades en el campo de las ciencias de la Tierra contribuyeron a identificar los terrenos más adecuados y estables para proyectar, esculpir y hacer realidad según qué obras de infraestructura, centrales energéticas, nucleares, presas, obras lineales, nuestros centros de trabajo o nuestro hogar; el objetivo indiscutible del Homo Tecnologicus ha sido facilitarse a sí mismo la existencia.
Con el devenir de la modernidad y la disponibilidad de recursos geológicos que proporcionaban energías baratas y accesibles, la complejidad constructiva y modificación del medio llegó a niveles nunca antes vistos en la historia, con ello también la noción de dominio del propio medio y del riesgo sufrieron un cambio paralelo en complejidad, siendo inicialmente ambas cuestiones concretas y sencillas que con el tiempo se convirtieron en difusas y complejas.
Durante los tiempos en que tanto la tecnología, cada vez más eficiente, como la posibilidad de crecimiento económico sostenido estuvieron presentes, las infraestructuras llegaron a cotas de diversidad y dificultad que requirieron cada vez en más cuantía, asegurar la solidez y estabilidad del medio sobre el que se erigían y el terreno que las sustentaba. Cada vez más exigencias, condiciones más severas y restricciones que garantizaran el buen funcionamiento, la durabilidad y la estabilidad de nuestras obras, de nuestro hábitat, fueron necesarios. Así tras analizar el fallo de las que habían fracasado por alguna inadecuada previsión o debido a accidentes, una visión más holística, completa e integradora, comenzó a crecer y abrirse paso en todos los sectores por pura necesidad, conclusión: nuestra interacción con el medio tiene respuestas.
Un factor común a aquellas grandes obras que se constituyeron como exitosas vino inicialmente del cultivado concepto de estabilidad, concepto al que más tarde le acompañó el de sostenibilidad. Así la estabilidad inicial sobre la que se fundamentaba una determinada gran obra se garantizaba “antes” de comenzar su construcción con la ayuda de buenos observadores y más tarde científicos, que investigaban el medio que la sustentara, su dinámica y su evolución, y si se encontraban eslabones en la cadena de estabilidad que pudieran fallar, se llevaba el proyecto a otro lugar o se intervenía estabilizando el propio medio o adecuándose a él. Guatemala, Torrevieja, Vera, Villarreal de la Canal…, ciudades y villas hijas de terremotos que en cierta manera aprendieron y enseñaron a otras sobre el infortunio.Durante los tiempos en que tanto la tecnología, cada vez más eficiente, como la posibilidad de crecimiento económico sostenido estuvieron presentes, las infraestructuras llegaron a cotas de diversidad y dificultad que requirieron cada vez en más cuantía, asegurar la solidez y estabilidad del medio sobre el que se erigían y el terreno que las sustentaba. Cada vez más exigencias, condiciones más severas y restricciones que garantizaran el buen funcionamiento, la durabilidad y la estabilidad de nuestras obras, de nuestro hábitat, fueron necesarios. Así tras analizar el fallo de las que habían fracasado por alguna inadecuada previsión o debido a accidentes, una visión más holística, completa e integradora, comenzó a crecer y abrirse paso en todos los sectores por pura necesidad, conclusión: nuestra interacción con el medio tiene respuestas.
Esa estabilidad, articulada de una u otra manera, se presentó finalmente como una realidad exigible sobre la que cimentar nuestros proyectos, ampliar nuestras ciudades, organizar nuestra manera de vivir… El diseño urbano de las ciudades tiene un efecto crítico sobre su capacidad para soportar, responder y recuperarse de los efectos de los terremotos, por ello, trasciende la resistencia estructural de los edificios, la resistencia física de los servicios e infraestructuras críticas y la geotecnia.
El escenario de los terremotos destructivos es la ciudad como un sistema, y no sólo son sus piezas, los edificios. La resiliencia (recuperación fortalecida) de las ciudades frente a los terremotos naturales, inducidos por nuestras actividades industriales, o por el cambio climático, abarca su planificación como un todo, no se puede desligar de su entorno, un entorno que, recordemos, en principio quiso ser dominado. Pero con esta actitud hay un problema de asignación recurrente de objetivos a corto plazo y que no tiene en cuenta lo que pueda ocurrir en el largo plazo; obviamente el objetivo principal desde el principio fue dominar el medio, y cada vez parece más utópica su consecución.
Algunos científicos, después de analizar cómo hemos fallado ante la dinámica terrestre en el diseño de nuestras ciudades y cómo cada vez son más frecuentes los terremotos desatados por nuestras actividades, sugerimos que con el tiempo los gobiernos reconozcan que el daño antropogénico puede convertirse en una realidad, pero lo peor es seguir obviándolo como hasta ahora, evitando así aportar fondos de investigación que deberíamos dedicar a la comprensión de esta frágil interfaz, entre la atmósfera y la hidrosfera, que habitamos.
Las ciencias de la Tierra son vistas cada vez más como una serie de disciplinas que practican científicos cualificados y avezados para dotar a la sociedad de materias primas y recursos industriales y energéticos, pero también de armas eficientes con las que resistir los embates de la Naturaleza o sus respuestas a nuestras acciones más agresivas.
No podemos olvidar a aquellos que nos lo recuerdan: hay propuestas efectivas para que el medio humano y la propia Naturaleza no lleguen a destruirse mutuamente, ahí es donde radica la prosperidad. Debemos escucharles, pues también se adelantan a los acontecimientos desde la idea de que determinados elementos del medio humano, pueden ofrecer resistencia a los efectos negativos de una catástrofe natural o inducida; todo un reto para geólogos, ingenieros, arquitectos y urbanistas, que tendrán que aportar muchas y nuevas ideas para mitigar los desastres por venir, tanto si son efecto de la propia Naturaleza, como si nosotros tenemos algo que ver. Pensemos en un alud, una pequeña piedra cae por la ladera, poco a poco más material se suma al fenómeno hasta el estruendo, éste puede ser catastrófico si el impacto final toca el medio humano. Así es la sismicidad.
Iberia está llena de fallas, fallas que nos preceden en el tiempo, que ya estaban sacudiéndose antes de que nosotros pintásemos bisontes en Altamira y que aún no conocemos. La asesina falla de Alhama de Murcia fue descubierta y bautizada en 1979, sólo necesitó 32 años para matar, para provocar que ricos patrimonios fuesen perdidos, paisajes modificados de por vida, dramas personales incurables, sectores económicos irrecuperables; las comunidades que no le dieron importancia a la seguridad sísmica quedan afectadas por años, por décadas, a veces para siempre. Nepal pasará a la historia universal como un ejemplo triste donde la “amnesia sísmica” se dilató durante 81 años. Una buena parte de su histórica y deslumbrante figura nunca se recuperará.