Tierra y Tecnología nº 44 | Segundo semestre 2013 | Texto | Bárbara Fluxá, artista visual y profesora de Arte & Naturaleza en la BB. AA. de la USAL. | www.barbarafluxa.blogspot.com | Fotografías | Bárbara Fluxá.
… llenad la tierra y someterla…
Es fascinante la capacidad innata que posee el ser humano de imaginar y transformar la naturaleza en función de sus necesidades económicas, sociales y culturales. El hombre, desde su origen, moldea el mundo con sus propias manos, sin prejuicios y con gran osadía, a su imagen y semejanza como si de barro inerte se tratara. Como consecuencia, la naturaleza entendida como “el principio universal de todas las operaciones naturales e independientes del artificio”1, ya no existe como tal, si es que alguna vez existió, sino que más bien debemos entenderla como “aquel conjunto, orden y disposición de todo lo que compone el universo”2, por supuesto, incluyendo al inteligente ser humano y sus capaces manos, es decir, el artificio. Pero, a las sociedades capitalistas, en su mayoría monoteístas, parece que les cuesta admitir, aún hoy sorprendentemente, que la naturaleza está por encima de los dogmas religiosos; como si todavía, a estas alturas, no se hubieran desprendido de aquel primer relato bíblico sobre la creación del mundo que culminaba con las siguientes palabras:
“Por fin dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, y que domine a los peces del mar, y a las aves del cielo, y a los ganados y todas las bestias de la tierra, y a todo reptil que se mueve sobre la tierra. Creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y Dios los bendijo diciéndoles: creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Génesis 1, 26-28).
Y en esas estamos, “sometiendo” la Tierra seguimos, todavía hoy en los albores del siglo XXI. Porque lo que es innegable y fascinante a un mismo tiempo, es cuán “obedientes” hemos llegado a ser durante todos estos siglos, tanto que podríamos haber superado incluso las expectativas de los mandamientos de aquel Dios creador. Hemos creado lagos como mares donde antes había pueblos, desviado ríos donde antes había pastos, transformado en dulce el agua salada; hasta hemos sido capaces de vaciar y arrancar las entrañas de montañas enteras, aunque su inmutable verde manto exterior nos quiera ocultar su inverosímil oquedad. Así que, llegado a este punto, ¿por qué no sentirnos de una vez por todas satisfechos, demostrada ya con creces nuestra excelente capacidad de “someter” mejor incluso que los mismísimos dioses? Parece que ha llegado el momento de echar el freno y parar a meditar sobre el sentido de estas macro intervenciones que la sociedad contemporánea, preocupada fundamentalmente por el intercambio de mercancías, lleva a cabo en el territorio más por el hambre de expansión y desarrollo de la industria y la tecnología, que por los beneficios que a la sociedad aportan. Toca, hoy mejor que mañana, plantearnos en qué medida estos proyectos industriales modifican el “equilibrio natural de la Tierra” de un modo irreversible, siempre que reconozcamos previamente que éste existe, en cuanto a su sostenibilidad e impacto medioambiental; y así, poder valorar adecuadamente lo que estos aportan a la sociedad en términos de rentabilidad económica y bien social común.
… el paisaje no es siempre un verde manto…
Ahora, es difícil tomar la dirección adecuada, debemos hacer primero una correcta valoración del camino recorrido para después construir un mundo más justo para todos; ya conscientes, decididos y tan capaces como hemos demostrado ser. Ciertamente, existen hoy especialistas enormemente cualificados (técnicos, geólogos, cartógrafos, ingenieros, científicos, economistas, etc.) para llevar a cabo semejante empresa, y tienen a su alcance herramientas tecnológicas de última generación (máquinas, robots, satélites, ordenadores, etc.) que aportan suficientes datos y conocimientos de notable relevancia para proyectar un mundo mejor. Pero, para abarcar la totalidad de la dimensión del complejo territorio al que nos enfrentamos; deben sumarse especialistas en distintas disciplinas creativas (artistas visuales, poetas, arquitectos, músicos, pensadores…) con capacidad suficiente para imaginar ese nuevo mundo mejor, para desde la libertad creadora proponer una actitud vital y crítica frente a nosotros mismos, que se sume a los datos en una concepción integradora de los valores humanos, donde el espíritu crítico, lo sensible y por qué no, lo espiritual (que no necesariamente lo religioso), tengan lugar. Aprovechar, en definitiva, del arte su capacidad de hacer visible lo invisible a través de lo multidisciplinar.
Iban bien encaminados algunos de los creadores del land art o el arte conceptual allá por los años sesenta, tal y como nos apuntaba Tonia Raquejo: “La actitud del artista sobre los espacios no debe ser predeterminada, sino que debe descubrir, como un primitivo, el lugar, y para ello tiene que saber escucharlo y sacar a la luz lo que permanece oculto” (Raquejo, 1988). Tras ellos, la práctica artística entendida en toda su dimensión aporta, además de la obvia mirada estética que sólo quieren ver algunos, un conocimiento sensible, intelectual y analítico del mundo que nos rodea. Nos propone habitar un lugar libre, desde donde ver el mundo a través de otra perspectiva. Un lugar flotante, el del arte, sin ataduras, desde donde activar una mirada crítica que nos ayude a penetrar, a atravesar literalmente las capas superficiales de la sociedad que nos manipula, haciéndonos creer, cual dóciles animales domesticados, que el paisaje es siempre un verde manto, blando y comestible.
… ocultar la destrucción de otro tiempo…
En la cultura contemporánea, el imaginario del espacio pesa sobre la experiencia de lo temporal. El tiempo pierde su profundidad, al igual que la historia, para devenir instantaneidad y simultaneidad; así lo apunta Luis Castro Nogueira: “crece entonces la carne del espacio ajena a nuestros esfuerzos y nuestras fatigas, ajena tanto a las penalidades individuales como a los sufrimientos materiales históricos-colectivos” (Castro Nogueira, 1997). Porque la sociedad del bienestar contemporánea quiere hacernos la vida fácil ¡no pienses, ya lo hacen otros por ti, y a disfrutar deslizándote por la superficie, sólo cuesta unos pocos euros! Pero, bajo la impoluta pista nevada existen sucios mundos subterráneos; capas de truculentas historias ocultas unas encima de las otras, que por (o)presión se convierten en un territorio duro y conflictivo, formado a través de estratos de controversia, de conflicto socioeconómico, de desigualdad de clases y de esfuerzo hasta la muerte. Así que, ciertamente, mejor no sacarlos a luz, callar sus disputas a través del silencio por el cese de actividad por decreto y el pago de dignidad a cambio de jubilaciones anticipadas. Más vale no menear los viejos problemas, es mucho mejor mantener escondida la compleja antropogénica estructura subterránea, resultante de todo este lío, bajo el bello manto verde que colabora, sin saberlo, a ocultar la “destrucción” de otro tiempo, el tiempo geológico de los criaderos de carbón.
Pero, a la vez, y para complicar aún más si cabe el paisaje, decíamos antes reconocer la fascinante capacidad creadora del ser humano en cuanto a la transformación de la naturaleza se refiere. Su inteligencia tecnológica unida a una ambición de superación sin límites le ha permitido explorar, aunque podríamos decir también explotar, en todas direcciones, aunque algunas socialmente hablando son más fácilmente justificables que otras. Las exploraciones hacia otros planetas, por ejemplo, anhelando la conquista del espacio exterior, suelen ser comercial y políticamente muy rentables. La industria aereoespacial, a través de la imagen del astronauta vestido de blanco inmaculado desafiando la gravedad en la Luna, transportado por cohetes supersónicos y satélites rodeados de resplandecientes estrellas; genera un imaginario cultural limpio y positivo de gran aceptación social. Otras conquistas, sin embargo, generan industrias visual y socialmente hablando más difíciles de tolerar, aún siendo rentables económicamente. Es el caso de la imagen del minero cubierto de polvo negro bajo tierra, penetrando las capas de nuestro propio planeta hasta los 600 metros de profundidad, para apropiarse de los ricos recursos minerales subterráneos. A pesar de que tecnológicamente se haya conseguido el objetivo, la extracción y vaciamiento total de las capas de carbón mediante gigantescos Panzer3 e infraestructuras imposibles, desafiando la oscuridad, la falta de espacio y de oxígeno para respirar; el resultado es demoledor y negativo cultural y medioambientalmente hablando.
Así que, cuando el artista transita el paisaje minero sabe que se trata de un complejo territorio, no se conforma con apariencias externas amables; es consciente de que la primera impresión del paisaje desaparece muy pronto, como si de un objeto perdido se tratara, imposible de recuperar. Ya nos lo advertía Walter Benjamin hace décadas estableciendo un paralelismo muy significativo entre el paisaje y un objeto: “Objetos perdidos: Lo que hace irrecuperable e incomparable la primera vista de un pueblo o de una ciudad en el paisaje es que ahí lo lejano se une estrechamente a lo cercano. La costumbre aún no ha hecho su trabajo. En cuanto empezamos a orientarnos, el paisaje ya desaparece, cual la fachada cuando entramos a una casa. Aún no nos lo ha impuesto la observación constante, habitual. Pero cuando empezamos a conocer el lugar, no podemos ya recuperar esa imagen primera” (Benjamin, 2011).
Al artista inmerso ya en el lugar, por una parte, le resulta imposible esquivar los grandes obstáculos éticos de la industria que creó el paisaje, como la peligrosidad para sus trabajadores o la destrucción medioambiental; pero por otra, queda fascinado ante la existencia de ese inverosímil paisaje antropizado interior que el hombre ha construido bajo el manto y del cual le narran entre orgullosos y traumatizados múltiples anécdotas. Dicen, por ejemplo, quienes lo crearon, que en una área territorial que no supera las dimensiones de un pequeño valle, existe tal maraña de miles de kilómetros de galerías subterráneas superpuestas unas sobre las otras, que si pudiéramos colocarlas en línea, nos permitirían llegar al norte de Europa caminando sin salir al exterior. Bendita la capacidad del hombre que permite imaginar semejantes mapas mentales.
… dibujando los mapas ocultos…
En este contexto discursivo y poético se mueve la obra que presento en estas páginas Paisaje minado, dibujando la destrucción de otro tiempo4. Esta videoinstalación presenta desde la reflexión artística, el inquietante territorio subterráneo de las cuencas de los ríos Nalón y Caudal, como un paisaje minado, destruido poco a poco, consumido y reventado (física, económica y socialmente) por la explotación minera. Se propone una mirada hacia el paisaje interior de las montañas asturianas repletas de minas ocultas, que conforman en la sombra la morfología del manto verde astur exterior contemporáneo, sin que apenas podamos llegar a imaginarnos la dimensión de lo que hay bajo él. Los apabullantes castilletes (reflejado en la primera imagen de este artículo) que asoman entre zarzales y robles son tan sólo pequeños hitos en comparación con las inmensas infraestructuras y construcciones interiores, decenas de pozos, chimeneas y cientos de kilómetros de galerías escondidas bajo el paisaje. Los profanos procedentes de otros lugares, que quieran hoy adentrarse en estos controvertidos paisajes ocultos, lo tienen muy difícil, tan sólo nos quedan nuestra imaginación, la memoria y las vivencias de las gentes que viven y trabajan en estos complejos lugares, y ¡cómo no!, los documentos, archivos y mapas técnicos. Así que, para empezar a imaginar acudimos a las antiguas cartografías, planos de labores, esquemas de explotación y documentación técnica procedente de los archivos de geólogos, topógrafos e ingenieros de minas, para después escuchar los testimonios de los hombres que han minado con sus manos y esfuerzo aquellos cientos de criaderos de carbón procedentes de otro tiempo geológico.
La cartografía como ciencia y como arte es uno de los grandes inventos del hombre y sus capacidades de expresión simbólica infinitas. A través de ella, organizamos y sintetizamos la información del mundo que nos rodea como referencia, inventario, explicación, comunicación y de todo ello el artista se aprovecha. Usamos el mapa, como imagen del mundo, pero no solamente como una síntesis de sus características físicas y socioeconómicas sino también de las temporales. En este contexto, el mapa geológico cumple una función primordial, desde que se concibió el tiempo geológico con Nicholas Steno o James Hutton, representando la evolución y creación de la Tierra por movimientos lentos y permanentes que dan lugar a las montañas, destruidas a su vez por la erosión. El mapa desde entonces está interesado en representar el paso del tiempo, es capaz de representar el pasado y el presente, pero al mismo tiempo lo que está por venir. Pero a pesar de que el tiempo geológico no es equiparable al tiempo del ser humano y sus escalas se distancian tanto que a veces nos resulta imposible de imaginar, nos empeñamos, como decíamos, en emular ciertas capacidades aunque a mayor velocidad, que quizá no nos corresponden. Sólo debemos pararnos a pensar en términos temporales, el tiempo —millones de años— que ha necesitado el planeta Tierra para formar los estratos de minerales, y lo que la sociedad industrial contemporánea ha tardado —menos de cien años— en consumirlos o volatilizarlos literalmente; y todo este lapso temporal de millones de años, es posible verse representado en los mapas, gracias a un sencillo lápiz y un trozo de papel.
Los topógrafos de la industria minera tienen muy presente el paso del tiempo en la realización de sus mapas, entre el tiempo geológico y el tiempo del ser humano se mueven como topos bajo tierra. Llaman a algunos de los suyos mapas vivos, por ejemplo, a los planos de explotación, como si de seres con vida propia se tratara. Cuentan que estos especímenes pueden llegar a vivir décadas hasta que saciados por el vaciamiento total del estrato de carbón dejan de crecer y se transforman, ya muertos, en archivos de memoria congelando la historia de su vida para siempre. Día tras día y durante décadas, el topógrafo —arriba en superficie— cuida y alimenta sus mapas con pequeños trazos de grafito; gracias al minero que —abajo en su tajo— posibilita el dibujo del vacío, obtenido tras horas de trabajo en el taller; cada tajo un trazo, cada tajo un trazo, cada tajo un trazo…