Tierra y Tecnología nº 43 | Texto | Inés Pellón González, doctora en Ciencias Químicas. Universidad del País Vasco (UPV/EHU). Miembro de la SEHCYT | Figuras | Inés Pellón González | Existe un elemento químico de número atómico 74 y masa atómica 183,85 que tiene una estructura cúbica centrada en el cuerpo y se adorna con brillo metálico gris plateado. Extremadamente duro, sus puntos de fusión y de ebullición son los más altos de todos los metales conocidos, su presión de vapor es muy baja y su densidad muy alta. Hoy en día, su nombre oficial es tungsteno, a pesar de que se representa con la letra W en honor al nombre que le dieron quienes lo pudieron aislar en estado puro por primera vez en el verano de 1783, los hermanos Juan José y Fausto Delhuyar. En este artículo veremos cuál fue el origen de esta discrepancia con el nombre que le otorgaron estos dos riojanos universales.
Es un hecho universalmente aceptado que la Europa del siglo XVIII contempló un desarrollo espectacular de las ciencias experimentales, sobre todo de la química. En esta disciplina se perfeccionaron los métodos de síntesis de numerosas sustancias, se incrementó el número de reactivos con los que trabajar en los laboratorios y se simplificó la manipulación de una gran cantidad de gases, lo que permitió su identificación. Sin embargo, el desarrollo de estos conocimientos no tuvo lugar de forma homogénea en todos los lugares, sino que varió considerablemente según las circunstancias de los distintos países europeos. Por ejemplo, en España, el interés de la alta sociedad vascongada por el cultivo de estas ramas del conocimiento a finales del siglo XVIII tuvo su máximo exponente en la figura de Xavier Mª de Munibe e Idiáquez (figura 1), octavo conde de Peñaflorida, quien junto con otros Caballeros Procuradores propuso a las Juntas Generales de Guipúzcoa celebradas en julio de 1763 la creación de una “Sociedad Económica, o Academia de Agricultura, Ciencias y Artes útiles; y Comercio, adaptado a las circunstancias, y Economía particular de la M.N. y M.L. provincia de Guipúzcoa”. Esta Sociedad fue constituida a imagen de las Academias que existían en Europa por aquel entonces y nació formalmente en una reunión celebrada en la Casa-solar de Insausti, residencia de Peñaflorida, el 24 de diciembre de 1764. Cuando la Sociedad quedó bajo la protección del rey se denominó Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País (RSBAP) y como fue la primera de esta clase fundada en España, resultó imitada muy pronto al crearse en Madrid una entidad parecida en 1775 y otra en Barcelona en 1776. El interés que despertó entre sus contemporáneos queda patente con el incremento que experimentó el número de socios inscritos en ella: de los 41 registrados en el primer catálogo publicado, a los 1.272 de 1784. El conde fue el director perpetuo de la RSBAP mientras vivió y estuvo ayudado en todo momento por su amigo y pariente Joaquín de Eguía y Aguirre (1733-1803), tercer marqués de Narros, que fue el secretario perpetuo y tercer director de la Bascongada.
Según sus Estatutos de 1765, el objeto de esta Sociedad era “cultivar la inclinación y el gusto de la Nación Bascongada hacia las Ciencias, Bellas Letras y Artes, corregir y pulir sus costumbres y estrechar más la unión entre los vascos”, de acuerdo con los ideales ilustrados que caracterizaron a la Europa del siglo XVIII. El emblema que la representaría quedó definido por los Estatutos de 1765 (p. 27) (figura 2): “La divisa y el sello de la Sociedad será un escudo con tres manos unidas en símbolo de amistad y unión de las tres provincias y enlazadas con una cinta, en cuya parte pendiente hacia el centro se leerá este mote bascongado: Irurac Bat, que quiere decir las tres hacen una”. Su diseño se encargó al artista Manuel Salvador Carmona, quien realizó el grabado que se puede apreciar en la figura 3.
El interés de la Bascongada por la ciencia y la técnica: una misión de espionaje que llevó al aislamiento de un metal hasta entonces desconocido
La Sociedad Bascongada de los Amigos del País impulsó los estudios científicos y técnicos desde su fundación en 1764, como muestran los numerosos trabajos de esta índole auspiciados por ella (figura 4).
Para facilitar el ingente trabajo que había que realizar, los Estatutos de 1774 por los que se regía la RSBAP (figura 5) crearon cuatro comisiones, denominadas Comisión Primera o “de Agricultura y Economía Rústica”, Comisión Segunda o “de Ciencias y Artes Útiles”, Comisión Tercera o “de Industria y Comercio” y Comisión Cuarta o “de Historia, Política y Buenas Letras”.
Estas comisiones se encargaban de los aspectos innovadores y de investigación de cada una de sus secciones, mientras que para todo lo relacionado con los temas docentes, después de varios proyectos que no se llevaron a cabo, la RSBAP fundó una Escuela Patriótica Provisional, cuya ceremonia de inauguración se celebró el 4 de noviembre de 1776, festividad de San Carlos y onomástica del rey Carlos III (1716-1788). Esta Escuela se denominó Real Seminario Patriótico Bascongado a partir del 17 de febrero de 1777, cuando el monarca decidió otorgar al centro una importante subvención económica. Las enseñanzas se establecieron en un espléndido inmueble situado en la villa guipuzcoana de Bergara que pertenecía a los jesuitas, y que fue donado a la Sociedad cuando la Compañía de Jesús fue expulsada de España en 1767 (figura 6). El centro docente mantuvo su denominación de “Seminario”, si bien en esta época no se cursaban en él estudios religiosos sino la educación necesaria para continuar otras carreras superiores, como Medicina, Derecho, Cánones, etc.
Solucionado el problema del local en el que impartir las clases, el monarca otorgó su permiso para fundar en él dos cátedras científicas el 15 de septiembre de 1777: una de “Química” y otra de “Mineralogía y Metalurgia”, a cambio de que la RSBAP suministrase “hombres hábiles” que trabajasen para la Corona como espías (AGS, Marina, 718). Hay que tener cuidado y no confundir esta fecha (1777) con la de la cesión de la dirección de las dos cátedras a los directores del Seminario por parte del ministro de Marina (El Pardo, 26 de marzo de 1778. ATHA, Prestamero. Com. 3ª, caja 14, nº 3), como ha ocurrido con algunas publicaciones recientes.
Se considera que este tipo de disciplinas fueron pioneras en España porque, aunque la “Escuela de Minas” de Almadén se creó unos meses antes por Real Orden de 14 de julio de 1777, su plan de estudios no contemplaba dichas asignaturas. Pero el establecimiento de las dos cátedras anteriormente citadas fue un asunto mucho más complejo de lo que pudiera parecer a primera vista, porque estuvo asociado a dicha misión de espionaje científico-militar que contó con la ayuda de los socios de la Bascongada y que tuvo como broche de oro el aislamiento del wolframio en Bergara por Juan José y Fausto de Elhuyar en 1783 [Delhuyar, s.a. [1784]: 46-88]. Sin embargo, la deslumbrante luz de este éxito científico no tiene que cegarnos para comprobar que los resultados conseguidos en la villa guipuzcoana fueron muchos otros y también de gran importancia: el logro de malear el platino por primera vez a partir de sus menas, primero por François Chabaneau (1754-1842) y después por Anders Nicolaus Thunborg (1747-1795); la activación de técnicas innovadoras en siderurgia y metalurgia para promover la industria del país; los distintos trabajos metalúrgicos efectuados por Fausto Delhuyar, como el informe inédito sobre las minas de cobre de Aralar; los análisis de aguas realizados en distintas fuentes y manantiales por Louis Proust entre otras muchas investigaciones de índole química; la potenciación de las nuevas prácticas de agricultura y ganadería; el elevado nivel de los estudios matemáticos impartidos por los diferentes profesores de esta materia; la activación de los estudios de náutica a través de la entrega de distintos premios, o la investigación médica de todo tipo entre la que destacó la campaña de inoculación de la viruela, sin olvidar las innovaciones docentes que se aplicaron en las aulas y laboratorios.
Por lo que respecta a la misión de espionaje, en aquélla época los mejores cañones del mundo para los buques de guerra se fabricaban en una empresa metalúrgica denominada Carron Company. Fundada en 1759 a orillas del río Carron en las tierras altas de Escocia, estuvo a la cabeza de la Revolución Industrial británica y llegó a su cenit gracias a una nueva pieza de artillería para la Armada denominada carronada que se exportaba a varios países, entre otros a España. Pero llegó un momento en el que las relaciones entre España e Inglaterra pasaron por serias dificultades, por lo que comprar a los británicos los cañones para los buques de guerra españoles no era una buena idea. Declarado el conflicto bélico entre ambos reinos, Pedro González de Castejón, a la sazón ministro de Marina, encargó en 1777 al prestigioso marino bilbaíno José Domingo de Mazarredo (figura 7) que encontrase “dos hombres hábiles” para que se introdujeran en Carron como espías y descubrieran cuál era el secreto por el que eran los mejores cañones del mundo. Mazarredo recurrió a Peñaflorida para localizarlos y éste propuso a Juan José Delhuyar como el “espía científico” que recorrería los mejores centros docentes y técnicos de Europa para adquirir los conocimientos necesarios antes de viajar a Escocia, donde le estaría esperando un segundo espía o “sujeto práctico”, quien tenía como misión viajar directamente a Inglaterra para facilitar la entrada de Juan José en la fábrica (figura 8). Este arriesgado valiente en tiempos de guerra fue el navarro Ignacio de Montalbo, de quien, como buen espía, no se conoce retrato alguno.
Una vez organizada la misión de espionaje por la RSBAP y creadas las dos cátedras, quedaba la difícil tarea de encontrar profesores para ellas en una época en la que escaseaban los químicos y mineralogistas. Después de numerosas vicisitudes, fue elegido como profesor de Química el francés Louis Joseph Proust (figura 9), y como docente de “Mineralogía y Metalurgia” Fausto Delhuyar, hermano de Juan José, quien renunció a continuar sus estudios de Medicina en París para formarse como mineralogista en Europa antes de iniciar su andadura como profesor en Bergara (figura 10).
Ambos hermanos iniciaron juntos un viaje por Europa en 1777, cada uno con una misión diferente, pero ambos con el objetivo de ampliar su formación científica y tecnológica. A partir de Estrasburgo (Francia) atravesaron Alsacia y llegaron a Manheim (Alemania), entendiéndose en francés mientras aprendían alemán. Pasaron por Fráncfort y llegaron a Dresde en julio de 1778, desde donde se trasladaron a Freiberg (figura 11) y se matricularon como alumnos en la prestigiosa Academia de Minería, donde recibieron enseñanzas de “Geometría subterránea, Matemáticas, Física, Dibujo, Química con aplicación a la metalurgia, y Docimasia o Arte de ensayar metales”. Posteriormente, se trasladaron a Viena, de donde salieron con destino a Presburg el 18 de abril de 1781, con el objetivo de recorrer los establecimientos mineros más importantes de la zona: Schemnitz, Kremnitz, Neusohl, Herrengrund…
Mientras tanto se iba completando el laboratorio asociado a la cátedra de química en la cercana “Casa Zabala” —extramuros del Seminario— donde también vivieron los profesores de esta disciplina (figura 12). Louis Proust inició la docencia el 20 de mayo de 1779 en el que se consideraba que era un “perfecto laboratorio”, siendo ésta la fecha inaugural de la primera clase de química entendida como una ciencia oficialmente establecida que se impartió en nuestro país.
Previamente, François Chabaneau había comenzado en la villa guipuzcoana las clases de Física el 4 de noviembre de 1778, donde consiguió hacer maleable el platino. Asimismo, se fue completando una magnífica colección de minerales que formó el denominado “Gabinete Mineralógico”, en el que estudiaban los alumnos del Seminario y que también utilizaron los profesores para sus investigaciones.
En octubre de 1781, Fausto fue requerido por la Bascongada para que regresase a Bergara; allí inició sus clases el 5 de noviembre de ese mismo año y realizó diferentes trabajos de índole metalúrgica, como un informe sobre las minas de cobre que se encontraban en la localidad de Amézketa, en la sierra de Aralar (figura 13). De este informe sólo se conserva el borrador, pero es un perfecto testigo de su completa y profunda formación científica.
Mientras Fausto se trasladaba a Bergara, Juan José iniciaba en solitario un viaje a Suecia, a donde llegó en diciembre de 1781. Allí asistió a las clases del profesor de la Universidad de Uppsala Torbern Olof Bergman (figura 14), prestigioso especialista en el análisis químico cualitativo y cuantitativo de minerales, tanto por la denominada “vía seca” (fundiéndolos con un soplete) como por la “vía húmeda” (en disolución).
Bergman estaba interesado en una curiosa sustancia que ya era conocida desde hacía dos siglos, cuando el químico y mineralogista alemán Georgius Agrícola (1494-1555) había indicado la existencia de un mineral que los germanos llamaban lupi spuma (= espuma o baba de lobo; en alemán wolf rahm) que es lo que hoy conocemos como wolframita [(Fe,Mn)WO4] (figura 15). Se le otorgó esta denominación porque en las extracciones mineras alemanas aparecía siempre en las menas de estaño, de forma que al fundir el mineral junto con esta sustancia, el metal desaparecía como si ésta se lo hubiera comido, tal como hacía el lobo con las ovejas.
Johann Gottlieb Lehmann (1719-1767) y Peter Woulfe (1727-1803/5) realizaron en 1761 y en 1779 varios experimentos con la wolframita intentando descubrir su composición. Con sus pruebas obtuvieron una sustancia desconocida de color amarillo que les sugirió que pudiera contener un constituyente nuevo, pero nadie fue capaz de aislarlo en estado puro a pesar de los numerosos intentos que se realizaron. Hoy sabemos que esa misteriosa “materia amarilla” era el óxido de wolframio (VI) [WO3].
Dos años más tarde, en 1781, Carl Wilhelm Scheele (1742-1786) analizó un mineral blancuzco denominado tungsten (llamado más tarde scheelita, [CaWO4], figura 16) y demostró que era una sal de calcio de un nuevo ácido, al que denominó “ácido túngstico”. Bergman se hizo eco del descubrimiento y realizó con el mineral varias pruebas que le llevaron a sospechar que en él se encontraba presente un nuevo metal que ningún científico había conseguido aislar por el momento. Pronto reconoció que el “ácido túngstico” era una combinación de un elemento desconocido hasta entonces que denominó “Lapis ponderosus” (“piedra pesada”), o como se decía en sueco, “tungsten”. La diosa fortuna favoreció a Juan José y le situó en el lugar y en el momento adecuados para asistir a los experimentos del gran científico sueco.
Al finalizar el curso con Bergman, Juan José visitó a Scheele en Köping (Suecia), donde tuvo conocimiento de sus intentos frustrados de obtener la sustancia que generaba la “materia amarilla”, y a continuación viajó a Noruega, Dinamarca y París para continuar con su aprendizaje. El 19 de marzo de 1783 falleció el ministro de Marina y también, ese mismo año, finalizaba la guerra contra Inglaterra, por lo que la misión de espionaje quedó cancelada. Juan José Delhuyar e Ignacio de Montalbo tuvieron que regresar a pesar de que ambos habían cumplido con éxito la primera parte de sus misiones: Ignacio se había introducido en Carron y Juan José había adquirido una magnífica formación científica. Este último se reunió con Fausto en Bergara, a finales de mayo o principios de junio de 1783, y le comunicó las noticias que había adquirido en Suecia sobre el “ácido metálico” obtenido por Scheele a partir del “tungsten”, junto con la creencia de Bergman de que contenía un nuevo metal. Ambos hermanos trabajaron con una muestra de mineral “wolfram” proveniente de las minas de estaño de Zinualde (en la frontera entre Sajonia y Bohemia) y consiguieron lo que nadie había logrado hasta el momento: aislarlo. Presentaron su trabajo en las Juntas Generales de la RSBAP celebradas en Vitoria el 28 de septiembre de 1783 y lo publicaron en la revista de la Sociedad (Extractos, s.a. [1784]: 46-88, figuras 17 y 18) en forma de 13 capítulos divididos en varios apartados, en los que describieron magistralmente los diferentes ensayos a los que sometieron a la wolframita hasta llegar a obtener el metal puro.
Ambos hermanos aplicaron la metodología aprendida por Juan José en Uppsala que, entre otras cosas, consistía en realizar diversas reacciones por vía seca y por vía húmeda. Tuvieron que repetir el proceso varias veces, porque en el primer intento abrieron demasiado rápido el crisol por lo que el wolframio caliente, en contacto con el oxígeno del aire, se oxidó generando de nuevo “materia amarilla”, es decir, óxido de wolframio (VI). En la tabla 1 se muestra el procedimiento general que hay que seguir para obtener wolframio puro, junto con los métodos que utilizaron Scheele, Bergman y los hermanos Delhuyar para intentar su aislamiento.
El crisol que utilizaron en su experimento provenía de Zamora, lugar en el que se fabricaban los materiales de arcilla refractaria más cotizados, tal y como recogen numerosas publicaciones de esta época.
La noticia de su descubrimiento fue recibida en la Academia de Ciencias de Toulouse el 4 de marzo de 1784, donde lo denominaron “volfram” de una manera que no dejaba ninguna duda sobre el nombre que debería darse al nuevo metal:
“Daremos a este nuevo metal el nombre de volfram, tomándolo del de la materia de la cual lo hemos sacado, y miraremos ésta como una mina en que este metal está combinado con el hierro y la alabandina [manganeso], como queda probado. Este nombre le corresponde mejor que el de tungusto o tungsteno que pudiéramos darle en atención a haber sido la tungstene o piedra pesada la primaria materia de [la] que se ha sacado su cal por ser el volfram un mineral que se conocía mucho antes que la piedra pesada, a lo menos más generalmente entre los mineralogistas, y que el término volfram está ya recibido en todos los idiomas de Europa, aún en el mismo sueco.”
Repercusión mundial del descubrimiento: como un reguero de pólvora
Una vez terminada la guerra, Juan José fue nombrado director general de Minas de Nueva Granada, y se embarcó hacia su nuevo destino en julio de 1784. Fausto escribió a Bergman el 15 de enero y el 17 de junio de 1784, mientras que Juan José lo hizo desde Cartagena de Indias el 3 de noviembre de 1784 para discutir con él varios asuntos científicos, entre los que se encontraba el nombre que debería darse al nuevo metal. El aislamiento del wolframio se publicó en las principales revistas científicas europeas de Gran Bretaña, Alemania, Suecia, Italia y Francia, donde incluso apareció en la Enciclopedia Metódica. Según sus nacionalidades, unas personas lo denominaban tungsten y otras volfram o wólfram.
Esta confusa situación se generó por una serie de acontecimientos concatenados que se iniciaron cuando, debido al desarrollo de “las ciencias y las artes” que se produjo en esta época, aumentó la demanda de los lectores por un tipo de prensa que mostrara el estado de los nuevos descubrimientos. El importante éxito editorial en Inglaterra de la Cyclopaedia (1728) de Ephraim Chambers y del Diccionario de Trévoux (1704-1771) compuesto por los jesuitas, originó que el librero francés André Le Breton, editor y especialista en la traducción de obras inglesas, obtuviera en 1745 la licencia para efectuar una transcripción al francés de la Cyclopaedia de Chambers. Después de muchas vicisitudes, Le Breton encargó en 1747 a Diderot y a D’Alembert la dirección de la que sería conocida como Encyclopédie (figura 19), monumental obra que intentó sintetizar los principales conocimientos de la época y se convirtió en un símbolo del proyecto de la Ilustración, en un arma política y en el objeto de numerosos enfrentamientos entre los editores, los redactores y los representantes de los poderes secular y eclesiástico. De todos modos, y a pesar de todas las polémicas que suscitó y de haber sido prohibida por la Inquisición, ayudó a propagar las novedades producidas en ciencia y tecnología de manera muy eficaz (figura 20).
Como el trabajo de los hermanos Delhuyar fue posterior a la edición de la Encyclopédie (1751-1772) no fue reflejado en ella, pero sí fue recogido en una publicación posterior del mismo estilo titulada Encyclopédie méthodique, concretamente en la entrada “Acide Tungstique” (Tomo 1º, 1786: 330-339). Estas páginas citan a los dos “MM. d’Elhuyar” en un extenso artículo y explican que el nombre que otorgaron ambos hermanos al nuevo metal es el de “volfran ou wólfram”, a pesar de que, como el propio autor expresa, “en estos últimos tiempos se denomina tungstène”, afirmación cuyo sentido queda aclarado en las páginas siguientes.
Las tablas 2 y 3 muestran que el trabajo de los hermanos Delhuyar tuvo un eco importante en diferentes publicaciones de la época, a partir de la lectura de su memoria sobre la naturaleza del wolframio ante la Academia de Ciencias de Toulouse el 24 de marzo de 1784.
El mismo año de su publicación, en el tomo segundo de las Memorias de la Academia de Toulouse (1784), también reflejó su hallazgo una revista científica sueca, aunque solamente indica que fue realizado por “Herr D’Elhuyar från Spanien” sin especificar si se refiere a Juan José o a Fausto (figura 21).
El año siguiente (1785) fue todavía más prolífico en noticias sobre el aislamiento porque fue citado hasta en siete publicaciones extranjeras: una en sueco, dos en francés y cuatro en inglés. La popularidad que adquirió en la lengua inglesa se debió a la traducción de su trabajo que realizó Charles Cullen, que fue precedida por el artículo de Carl Wilhelm Scheele “Analysis of the Tungsten, or Heavy Stone” y por una memoria de Torbern O. Bergman titulada “Supplement to the Memoir uppon Tungstene”. Es decir, que la memoria de los Delhuyar iba arropada por el aval de dos reconocidos investigadores de su época, hecho que revela la enorme importancia que éstos le otorgaron.
El libro de Cullen fue ampliamente citado a partir de ese momento y contribuyó a la difusión del trabajo de los Delhuyar en otros países y al menos en otros seis idiomas: inglés, francés, alemán, sueco, italiano y latín, porque desde 1785 hasta 1791 se han localizado 37 publicaciones extranjeras que se hicieron eco del aislamiento, de las cuales 20 son en inglés, 8 en francés, 5 en alemán, 2 en italiano y una en latín. Como diríamos hoy en día, se puede considerar que el índice de impacto de su trabajo fue realmente elevado, porque no tenemos que olvidar que nos encontramos en el siglo XVIII.
Por desgracia, el nombre que los Delhuyar otorgaron al nuevo metal llegó en un momento en el que la nomenclatura de las sustancias químicas era un auténtico galimatías. Desde tiempo inmemorial se habían empleado criterios muy dispares para nombrar a las sustancias; había nombres que se referían a sus propiedades físicas como el color (magnesia alba [carbonato de manganeso]), la consistencia (mantequilla de estaño [cloruro de estaño]), o la forma cristalina (nitro cúbico [nitrato potásico]). También había sustantivos que evocaban los sentidos del gusto y del olfato (azúcar de plomo [acetato de plomo]; aire azufroso apestoso [sulfuro de hidrógeno]), otros que estaban relacionados con los astros celestes (saturno [plomo]) o con nombres de lugares (vitriolo de Chipre [sulfato de cobre]), con sus propiedades medicinales (sal diurética [acetato de potasio]) o con sus métodos de preparación (mercurio dulce sublimado [cloruro de mercurio]). Incluso estaban los que aludían a nombres de personas, generalmente sus descubridores (polvo de Algaroth [oxicloruro de antimonio]). Además, junto con estas denominaciones que tenían una cierta lógica, existía un grupo de nombres exóticos que estaban rodeados de misterio (flores filosóficas de vitriolo [ácido bórico]), lo cual contribuía a incrementar la confusión.
Como se puede imaginar, estos sustantivos eran muy poco exactos por su ambigüedad y el desconcierto se incrementó con el descubrimiento de nuevas sustancias y con la profundización en su estudio. Llegó un momento en el que el caos aumentó de forma exponencial porque se utilizaba un mismo nombre para designar a sustancias diferentes, e incluso varias sustancias totalmente dispares se denominaban con el mismo sustantivo.
Para intentar remediar esta situación, el Real Colegio de Médicos de Londres nombró un comité que reformara la nomenclatura química, el cual elaboró un informe que se publicó en 1742. Pero las modificaciones parciales que proponía no solucionaron el conflicto, por lo que estaba claro que la nomenclatura necesitaba una revisión profunda que otorgara nombres sistemáticos para los nuevos elementos y compuestos. A lo largo del siglo XVIII se produjeron varios intentos de establecer un método completo y sistemático para la nomenclatura química, entre los que destacaron las propuestas de Macquer en su Diccionario de Química (1766), de Jean-Baptiste Bucquet en la Introducción al estudio de los cuerpos naturales (1771), o de Antoine Brongniart en la Tabla analítica de las combinaciones y las descomposiciones de diferentes sustancias (1778).
Incluso Bergman, influenciado por la reforma de Linneo en botánica, indicaba en 1779 que “la química, como las demás ciencias, ha estado plagada de nombres impropios”, e intentó homogeneizarlos en varios textos de mineralogía que publicó entre 1782 y 1784. Trabajó junto con Guyton para aclarar este galimatías, pero su fallecimiento en julio de 1784 le impidió finalizar esta tarea y dejó el testigo de su trabajo a su compatriota, quien, desalentado, llegó a afirmar que la química se encontraba “bajo el peso de palabras inútiles”. Guyton, como muchos de sus coetáneos, opinaba que “el estado de perfección del lenguaje de una ciencia refleja el estado de perfección de la ciencia misma” y que esta dificultad era la que no permitía comunicarse a los químicos con facilidad entre sí para avanzar en el conocimiento. Guyton propuso varios intentos de reforma que no prosperaron porque estaban sustentados por una suposición equivocada: la teoría del flogisto. Fue necesario que la genialidad de Lavoisier la desbancara con pruebas experimentales contundentes y la sustituyera por la teoría del oxígeno, para que Berthollet, Guyton y Fourcroy se convencieran de la inexistencia de dicho principio y se plantearan la necesidad urgente de confeccionar un nuevo lenguaje que se acoplase a la nueva teoría. Reunidos junto con Lavoisier para realizar dicha tarea en París durante ocho meses, el esfuerzo de los cuatro genios cristalizó en el libro titulado Méthode de nomenclature chimique que se publicó en el verano de 1787 (figura 22), cuando Guyton tenía cincuenta años, Lavoisier cuarenta y cuatro, Berthollet treinta y nueve, y Fourcroy, treinta y dos.
En este libro, los cuatro franceses sistematizaron las denominaciones de las sustancias y ordenaron alfabéticamente tanto los elementos como los compuestos, que era en los que se podía apreciar claramente las enormes ventajas de la nueva nomenclatura binomial. Según ella, las combinaciones de dos elementos se nombraban citando en primer lugar el término que hacía referencia a su clase o género (por ejemplo, “óxido”), y en segundo lugar, la denominación del elemento específico (“de cobre”). Para los compuestos de tres elementos como los ácidos, se idearon las terminaciones “ico” y “oso” que se referían a los que contenían más proporción o menos del no metal que los originaba (por ejemplo, ácidos sulfúrico y sulfuroso). Las sales sustituirían las terminaciones “ico” y “oso” del ácido que las originaba por “ato” e “ito”; por ejemplo, el “azúcar de saturno” se denominaría “acetato de plomo” quedando así clara su procedencia a partir del ácido acético y del metal plomo. Podemos observar que, con ligeras modificaciones, esta nomenclatura es la que ha perdurado hasta el siglo XXI, porque gracias al magnífico trabajo de estos cuatro científicos, la química pudo disponer de un lenguaje sistemático, concreto y universal, que además facilitaba la denominación de cualquier sustancia simple o compuesta que se pudiera descubrir en un futuro.
Este sistema era fantástico, y a pesar de que hubo varias voces críticas que se alzaron en su contra, fueron numerosos los químicos que se asociaron con Lavoisier y sus colegas por todo el territorio francés, por lo que a partir de 1788 esta doctrina se denominó “teoría de los químicos franceses”, “química nueva”, “moderna”, o simplemente, “antiflogista”, quedando así definida por la nacionalidad de sus partidarios además de por su carácter innovador. Pero el objetivo de Lavoisier era acometer una revolución pedagógica además de la “revolución en química y física”, en la que la elaboración del Método de nomenclatura fue un primer paso que se vio coronado por la publicación de su libro Tratado elemental de química (Lavoisier, 1789), “presentado de acuerdo a un orden nuevo, y según los descubrimientos modernos”. Esta obra mostraba de forma íntegra y sencilla las bases de su nueva química y estaba dirigida a “los principiantes” y no a los eruditos, contrariamente a lo que solía ser habitual en sus trabajos. Durante los años 1780-81, Lavoisier redactó un primer borrador de esta obra, si bien la edición final no se completó hasta 1789, por lo que era un proyecto antiguo, del que su autor afirmaba que “será la obra de mi vida”.
El Méthode de 1787 se difundió con gran rapidez gracias a las siete ediciones francesas y a las numerosas traducciones al inglés, alemán, español e italiano. El Traité de 1789 fue todavía más conocido porque se realizaron nueve ediciones en francés, cinco en inglés, tres alemanas, dos holandesas, tres italianas, una española, tres norteamericanas y una mexicana, todas publicadas antes de 1805. Además, diferentes secciones del Méthode fueron reproducidas en numerosas publicaciones científicas como diccionarios, enciclopedias, revistas o libros de texto, por lo que la revolución química de Lavoisier se produjo rápidamente.
Desgraciadamente, Francia atravesaba momentos muy difíciles porque la cosecha de 1788 había sido desastrosa y la monarquía no supo gestionar una situación que se volvió insostenible. La burguesía, el bajo clero y una fracción liberal de la nobleza se opusieron al rey y al grupo social formado por nobles, parlamentarios, obispos y superiores de las abadías, y cuando Luis XVI reunió a sus tropas en Versalles, las masas populares parisienses creyeron que lo que se fraguaba era un complot tramado por el rey y los privilegiados para impedir cualquier reforma, por lo que se sublevaron y tomaron La Bastilla, símbolo del absolutismo, el 14 de julio de 1789. Comenzó la denominada “Revolución Fancesa” y a pesar de que el Lavoisier político sucumbió a ella, la revolución científica que él encabezaba perduró. A partir de su ejecución el 8 de mayo de 1794, su figura y su obra fueron enaltecidas de tal manera que, sobre todo a lo largo del siglo XIX, se convirtió en un ídolo que fue empleado para ensalzar a toda la química, en general, y a la química francesa, en particular. Se le realizaron numerosos homenajes y se publicaron tantos trabajos elogiosos sobre su persona y su obra que se llegó a crear un mito, así como en cierta medida a distorsionar su auténtica imagen. Dicho todo ello sin desprestigiar sus importantes contribuciones al desarrollo de la química que son de indiscutible valor: además de conseguir desbancar a la teoría del flogisto, normalizó el lenguaje químico, reflexionó sobre el sistema de enseñanza de esta ciencia, utilizó costosos montajes de laboratorio para apoyar sus teorías con pruebas experimentales indiscutibles y abrió numerosas líneas de investigación que pudieron aprovechar otros científicos, como el estudio de las sales realizado en Alemania por Wenzel y Richter, o la química newtoniana de las afinidades que realizó Berthollet. Pero Lavoisier no estuvo solo en esta gesta, porque contaba con el poderoso apoyo de la Academia de Ciencias, con el de varios de sus colegas científicos y, por supuesto, con su esposa Marie-Anne. Lavoisier supo utilizar todos estos recursos para desarrollar a lo largo de su vida una amplia gama de actividades que muestran cómo la ciencia es una tarea humana que está unida indisolublemente con numerosos valores culturales, sociales e individuales, y no es sólo una fría aglomeración de conocimientos que sirven para intervenir técnicamente en el universo.
Lamentablemente para los hermanos Delhuyar, el marco de referencia espacio-temporal que acogió el nombre que asignaron al nuevo elemento estuvo unido al de Lavoisier y sus colegas, quienes lo recogieron en el Méthode de 1787 y en el Traité de 1789 como tungsteno. En la figura 23 se pueden apreciar los cambios que proponen y donde reconocen el mérito de los hermanos Delhuyar:
“Nom ancien: Acide du Wolfram, de MM. Delhuyar – Nom Nouveau: Acide tunstique.”
“Nom ancien: Wolfram, de MM. D’Elhuyar – Nom Nouveau: Tunsten.”
La revolución química de Lavoisier marcó cuál era el tren de la modernidad que debían tomar los químicos de finales del siglo XVIII si no querían quedarse desfasados en sus conocimientos, que llevó a que el sustantivo wolframio fuera sustituido progresivamente por el de tungsteno en los textos de química. Incluso en la traducción española de Pedro Gutiérrez Bueno se eliminó la correspondencia “Nombres antiguos-Nombres nuevos” que el texto original de Lavoisier tenía, desapareciendo con ella la referencia a los hermanos Delhuyar.
Las investigaciones sobre el wolframio/tungsteno continuaron a lo largo del siglo XIX, en el que químicos tan importantes como Johns Jacob Berzelius (1779-1848) obtuvo wolframio puro mediante una reducción con hidrógeno, en 1820. Este método —que se continúa empleando hoy en día— abrió las posibilidades de uso de este metal, de forma que la necesidad constante de nuevos materiales para alimentar las guerras del siglo XIX hizo que los aceristas austríacos e ingleses empezaran a investigar las propiedades del wolframio como elemento de aleación para endurecer los materiales bélicos.
A lo largo del siglo XX, el wolframio y el molibdeno se convirtieron en dos de los metales más deseados por los países contendientes en las guerras mundiales, que los empleaban para endurecer la punta de sus misiles con las que atravesar los blindajes enemigos, así como para reforzar los blindajes y que los misiles contrarios no los perforasen. Cuando sus reservas de wolframio se agotaron, y dado que no poseían minas de ese metal en su territorio, los alemanes utilizaron todos los medios a su alcance para conseguirlo y dirigieron su mirada hacia Portugal y España, los únicos países europeos que tenían menas de wolframio.
Las principales minas del deseado mineral en España se encontraban en Extremadura [en algunas localidades de Badajoz y en Tornavacas y Acebo (Cáceres)], León (Bierzo Occidental), Salamanca (Barruecopardo) y Galicia. Su explotación comenzó durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuando se empleaba para los filamentos de las bombillas y para endurecer el acero. Sobre todo por esta última utilidad, el wolframio se estaba convirtiendo en un mineral de carácter estratégico que los militares ingleses y alemanes intentaban tener lo más controlado posible. Durante la guerra civil española (1936-1939), Alemania ayudó militar y económicamente a los militares golpistas, de manera que al finalizar la contienda Hitler reclamó al gobierno franquista autorización para organizar empresas destinadas a la explotación del wolframio en España como cobro por la ayuda prestada. El gobierno alemán dirigió su mirada en Galicia a los núcleos mineros de Casaio, Fontao (Vila de Cruces), San Finx (Lousame), Barilongo (Santa Comba) y a los de la comarca de Carballo, donde, para la explotación de las minas situadas en Monte Neme se constituyó en Vigo la empresa “Estudios y Explotaciones mineras Santa Tecla”. También estuvieron presentes en la explotación a cielo abierto de la Penouta (Ourense), donde se fundó la denominada “Ciudad de los Alemanes” en Carballeda de Valdeorras.
En Salamanca tuvieron especial interés las minas del pueblo de Barruecopardo, donde en 1942 había varias empresas mineras con concesión, entre las que destacó la denominada “Coto Minero Merladet”, que estuvo extrayendo wolframio hasta 1983 para surtir a la fábrica de “Santa Ana de Bolueta” en Vizcaya. El proceso de producción era por gravimetría, con maquinaria de distintas clases para realizar los procesos de criba, clasificación y lavado.
Iniciada la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), Galicia se llenó de agentes alemanes dispuestos a conseguir el wolframio a cualquier precio y de espías aliados decididos a evitarlo. Las minas de la comarca de Carballo pasaron a tener una importancia estratégica desconocida hasta aquella época, cuando el precio del mineral se multiplicó por cien. La fiebre minera atrajo a la comarca a toda clase de aventureros, especuladores y mineros que llevó a que la ciudad de Carballo creciera como nunca y su población aumentara desde los 1.500 habitantes que tenía al comenzar la “fiebre” en 1940 hasta 3.000 en sólo diez años.
En un principio, el wolframio se transportaba hacia Alemania por vía marítima, en buques y submarinos que lo transportaban desde Vigo, Villagarcía o el escondido puerto de Balarés, en Ponteceso. En la red alemana participaban, entre otros, el empresario Eugen Erhardt asentado en Bilbao, y el denominado “rey del wólfram”, Johannes Bernhardt, empresario alemán en el Protectorado Español de Marruecos que gestionaba la empresa “Sociedad Hispano-Marroquí de Transportes, S.L.” (HISMA). Esta empresa fantasma, constituida el 31 de julio de 1936 en Tetuán al comienzo de la Guerra Civil española, estaba controlada por el partido nazi y tenía como finalidad servir de tapadera al tráfico de armas para el bando sublevado al comienzo de la Guerra Civil. Avanzada la guerra, HISMA se integró en la Sociedad Financiera Industrial (SOFINDUS), consorcio de empresas alemanas que acabaría monopolizando el comercio exterior español. HISMA-SOFINDUS continuó con sus actividades tras estallar la Segunda Guerra Mundial, canalizando el suministro de materiales hasta el fin de la contienda.
Cuando Francia cayó en poder alemán, los trenes cargados con el preciado material partían desde las minas portuguesas y españolas para llegar a Alemania atravesando la Francia ocupada. Como se puede imaginar, Galicia y su línea fronteriza con Portugal contemplaron el contrabando de mercancías clandestinas, entre las que el wolframio generó la denominada “Ruta Europea del Wolframio”.
El final de la Segunda Guerra Mundial significó el fin de este primer auge minero cuando los precios cayeron por la oferta de mineral de otros países como Bolivia, aunque se produjo un segundo impulso de la minería en esta región en los primeros años cincuenta por causa de la guerra de Corea (1950-1953), cuando se interrumpieron los suministros que llegaban del Extremo Oriente. Al finalizar dicha guerra y regularizarse el abastecimiento, las minas de wolframio españolas perdieron importancia y comenzó su decadencia.
La reivindicación de un nombre: de tungsteno a wolframio y vuelta a empezar
Una vez llegados al siglo XX y reivindicado el valor histórico del nombre wolframio, lo cierto es que la nomenclatura de los elementos y los compuestos químicos la establece definitivamente la Unión Internacional de Química Pura y Aplicada (IUPAC), que es el organismo que pone orden en una ciencia tan tremendamente compleja desde el punto de vista terminológico. La polémica dualidad nominativa de nuestro wolframio encontró a su paladín en el químico español Enrique Moles (1883-1953), quien reivindicó el aislamiento del wolframio por los hermanos Delhuyar de forma continuada en todo tipo de foros. Moles era secretario de la Comisión Internacional de Pesos Atómicos y planteó esta reclamación en numerosas reuniones, de forma que cuando asistió a una reunión de la IUPAC celebrada en Amsterdam en 1949, volvió a plantear la cuestión ante la Comisión de Nomenclatura de dicha institución. Moles consiguió que dicha Comisión de Nomenclatura de la IUPAC aceptara adoptar el nombre de wolframio de forma oficial para todos los idiomas, lo cual supuso un logro histórico para la ciencia española. Por desgracia, E. J. Crane, presidente de la Comisión de Nomenclatura de la Sociedad Americana de Química (editora de los Chemical Abstracts), explicó en una carta enviada a la revista Chemical and Engineering News (1949, vol. 27, nº 51, 19 de diciembre: 3.779) que en los Estados Unidos no se cambiaría el nombre de tungsteno porque eso supondría modificar miles de publicaciones, con un coste económico excesivamente elevado. Lamentablemente, hoy en día, la IUPAC denomina al elemento 74, de símbolo W, como tungsten en inglés, su único idioma oficial. El nombre alternativo wolfram fue suprimido en la última edición de su Libro rojo (Nomenclatura de Química Inorgánica. Recomendaciones de la IUPAC, 2005), aunque dicha eliminación fue discutida de forma vehemente por varios miembros españoles de la IUPAC.
De esta manera el wolframio ha vuelto a llamarse tungsteno de forma oficial, si bien el nombre que le otorgaron sus descubridores sigue vigente e incluso ha merecido la atención de escritores y poetas. Entre otras obras se pueden destacar las de César Vallejo (El tungsteno, 1931), Raúl Guerra Garrido (El año del volfram, 1984), Oliver Sacks (Uncle Tungsten, 2001) o Marcelo García Martínez (El efecto mariposa en los tiempos del wolframio, 2008).
Sirva este artículo como merecido homenaje a la impresionante labor científica de dos riojanos universales en el 230 aniversario de su gesta.
Fuentes manuscritas
Documentos depositados en:
- AGS: Archivo General de Simancas (Valladolid).
- AMB: Archivo Municipal de Bergara.
- APG: Archivo de Protocolos de Guipúzcoa.
- ARS: Archivo del Real Seminario de Bergara.
- ATHA: Archivo del Territorio Histórico de Álava (Vitoria-Gasteiz).
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