Muchos cuadros clásicos pueden leerse, también, en clave de mineralogía. Si nos fijamos en este de Tiziano, Baco y Ariadna, pintado hacia el año 1520, tal vez nos sorprenda saber que la mayoría de los colores que aparecen son debidos a pigmentos minerales: el rojo del fajín de Ariadna se obtuvo a partir de cinabrio; las hojas de los árboles contienen limonita, glauconita y malaquita; dos sulfuros de arsénico, rejalgar y oropimente, aparecen en el vestido anaranjado de la muchacha que lleva los platillos,…

Baco y Ariadna (hacia 1520-1523), obra del pintor de la Escuela Veneciana Tiziano, National Gallery de Londres. Óleo sobre lienzo, 177 x 191 cm

¿Y los impresionantes azules de las telas de los personajes, del cielo y de las colinas del fondo? Están pintados con ultramar, extraído del lapislázuli. Otro mineral, la azurita, lo utilizó para el mar, las zonas verdosas del paisaje más distante y, mezclado con varios pigmentos, en el follaje de los árboles que hay en segundo plano, a la izquierda de Baco.

EL AZUL INSUPERABLE

No hay muchos materiales en la naturaleza de este color, el azul, que sirvan como pigmento.  Pero hacia el año 1200 de nuestra era comenzó a aparecer en el arte occidental el que es, sin duda, el de mayor esplendor y estabilidad entre los pigmentos naturales: el azul ultramar. Se obtiene del lapislázuli, una escasa piedra semipreciosa que aparece asociada a calizas cristalinas afectadas por  metamorfismo de contacto. La roca está formada por varios minerales; el principal es lazurita (no confundir con azurita), al que suelen acompañar pirita (un sulfuro de hierro) y calcita (carbonato cálcico), así como algunos otros silicatos.

Lapislázuli pulido, de Afganistán. Las manchas doradas son de pirita; los colores blancos, en motas y en líneas muy finas, se deben a la calcita. Foto: Parent Géry

La lazurita es el mineral que proporciona el color azul. Pero las impurezas (es decir, el resto de los minerales acompañantes) hacen que la extracción del apreciado pigmento sea sumamente laboriosa. A esta dificultad se unía otra no menos importante: la localización de la materia prima, toda ella situada en el entonces lejano oriente, en lo que hoy es Afganistán (los yacimientos de lapislázuli en el área del lago Baikal, en Siberia, y en la comuna de Monte Patria, en Chile, se descubrieron en épocas mucho más recientes).

Bloques de lapislázuli en una cantera de la provincia de Badajshán (extremo noreste de Afganistán), donde se extrae desde hace más de 6.000 años. Foto: Rahmat Gul-AP Photo
Lazurita, mineral principal del lapislázuli. Es un silicato alumínico sódico-cálcico con pequeñas cantidades de azufre. Puede aparecer con diferentes tonos de azul y, habitualmente, se presenta como una masa compacta, sin cristales. Sin embargo, a veces se encuentran ejemplares como este, un cristal dodecaédrico de unos 3 cm. También procede de la misma provincia afgana de Badajshán. Foto vía Crystal Classics

La lejanía de la materia prima (“más allá del mar”, de ahí el nombre de este azul) y la dificultad de extracción del pigmento fueron, precisamente, los dos aspectos que condicionaron su elevadísimo precio, incluso más caro que el oro. Venecia, la poderosa ciudad-estado de la Baja Edad Media y primeros dos siglos de la Edad Moderna, y durante mucho tiempo capital comercial de los valiosos productos traficados desde China y la India, tenía la suficiente capacidad de suministrar el mejor ultramar a sus mejores pintores. La historia del poder económico es de inestimable ayuda para entender la del arte.

A pesar de ello, algunos pintores europeos lo pudieron utilizar con más o menos restricciones. Como único pigmento azul aparece, por ejemplo, en La lechera (hacia 1660), de Johannes Vermeer, un pintor que lo empleó en casi todos sus cuadros. Y usado junto a otros pigmentos azules también se encuentra en La joven de la perla (h. 1665), igualmente de Vermeer; en La fragua de Vulcano (1630), de Diego Velázquez, o en El juicio final  (h. 1504-1508), de El Bosco, entre otras famosas pinturas.

LA AZURITA Y SUS PROBLEMAS

El  precio del ultramar obligó a muchos pintores a buscar otras fuentes para el azul. La mejor de ellas provenía también de un mineral, la azurita, un carbonato de cobre. Aunque tampoco era barato, proporcionaba un azul de gran calidad a menor coste. Las ventajas estaban claras. No había que depender de Venecia (que no solo era el centro de importación del lapislázuli, sino también el de manufactura del ultramar), había yacimientos en Occidente, y la obtención del pigmento era francamente sencilla: un trozo de mineral se muele, después se lava y se diluye en agua, y finalmente se tamiza.  Las partículas gruesas proporcionan un color azul oscuro, mientras que las finas aportan una coloración más clara.

Cristales de azurita, de aproximadamente 1 cm, procedentes de las minas de Chessy-les-Mines (Francia). Foto vía Crystal Classics

El pigmento que se obtiene  de la azurita es relativamente estable. De hecho, se ha conservado bien en muchos de los cuadros de grandes pintores clásicos, como en la mayoría de los azules de El Greco o de El Bosco, por ejemplo, hechos con este colorante. O de Velázquez:

Las lanzas o La rendición de Breda (h. 1635), de Diego Velázquez. Óleo sobre lienzo, 307 x 367 cm, Museo del Prado. El azul del cielo está conseguido con blanco de plomo y azurita, con pequeñas cantidades de carboncillo, ocre rojo (hematites) y calcita. La azurita también aparece en otras partes del cuadro mezclado con distintos pigmentos, como en el traje azul del soldado de la izquierda

Sin embargo, cuando se aplican capas gruesas de óleo con azurita se han vuelto, con el paso de los años, muy oscuras, casi negras, especialmente cuando el pigmento no estaba mezclado con ningún otro. Una posible explicación, aunque no la única, es la formación de una fina capa superficial de óxido de cobre sobre las partículas de azurita.

Pero el problema principal de la azurita aparece en los frescos, donde tiende a pasar a verde, tal como se aprecia en casi todas las pinturas murales medievales en que se utilizó. El contacto con el agua transforma la azurita en otro mineral, la malaquita, un carbonato de cobre verde de composición muy similar. Aunque también se han detectado alteraciones a otros minerales, como la atacamita y la paratacamita, unos oxicloruros de cobre que proporcionan igualmente colores verdosos.

El monasterio de Voronet, del siglo XV, es una de las famosas iglesias pintadas de Bukovina (noreste de Rumanía) que forman parte del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. En este fresco de su fachada sur se aprecia cómo el fondo azul de azurita ha pasado a verde en la zona inferior, debido al ascenso de agua por capilaridad: la azurita se convirtió en malaquita. Foto: Ava Babili
Cristales de azurita, parcial o totalmente reemplazados por malaquita (color verde), un proceso de alteración en los minerales conocido como seudomorfismo. El ejemplar procede de la mina de Tsumeb, en el norte de Namibia. Foto vía Crystal Classics

Un artista contemporáneo, Martin Kline (Norwalk, Ohio, EE. UU., 1961), dedica una de sus obras a dos de los grandes pintores de la Escuela Veneciana del siglo XVI (los azules de Tiziano y el magnífico verde esmeralda de Veronés, de ahí su título). Pero también parece contarnos, como los frescos rumanos de Voronet, lo que le puede ocurrir a la azurita cuando se humedece:

Veronese e Tiziano, de Martin Kline, año 2012. Encausto en panel, 122 x 137 x 9 cm

Hay otra contrariedad más con este mineral. Los pigmentos con partículas gruesas de azurita tienden a producir, con relativa facilidad, grietas en la pintura, debido a la mayor acumulación de aglutinante en los poros existentes entre partículas; aunque, por otra parte, tienen la ventaja de ser  menos propensos a su transformación en malaquita que los pigmentos a base de partículas finas. Así lo han puesto de manifiesto, en 2017, la geóloga Carolina Cardell, del Departamento de Mineralogía y Petrología de la Universidad de Granada, y otros colegas de esa misma Universidad, en un artículo publicado en la revista Dyes and Pigments. ¿Solución? En las pinturas con pigmentos a base de partículas gruesas de azurita, más duraderas en color, se podría reducir el desarrollo de esas grietas añadiendo pequeñas cantidades del mismo pigmento de grano fino.

AZULES DE NUESTROS DÍAS (y de nuestras noches)

Para el azul, el gran problema a lo largo de varios siglos, se fueron encontrando nuevas alternativas basadas en la síntesis química. Primero fue el azul de Prusia (ferrocianuro de hierro), descubierto casualmente en Berlín por el fabricante de colores Diesbach y el alquimista Dippel en 1705. Luego vinieron el azul cobalto (un aluminato de cobalto, obtenido por el químico francés Thénard en 1802), el azul cerúleo (una mezcla de óxidos de cobalto y estaño, sintetizado hacia 1805) y el ultramar francés o artificial (debido a Guimet, que lo presentó en 1828).  De los pintores impresionistas se sabe que, de los veinte pigmentos principales identificados en sus cuadros, doce eran sintéticos, entre ellos los tres últimos azules producidos por primera vez en el siglo XIX.

Sería casi interminable la lista de pintores que, ya en el siglo XX, han sucumbido al azul: Picasso, Kandinsky, Yves Klein (con su famoso International Klein Blue)…, y tantos otros. Disponían ya de un amplio abanico de azules sintéticos, asequibles, que se fueron incrementando a lo largo del siglo con otros como el azul de manganeso artificial o el azul monastral (una laca de ftalocianina de cobre). A partir de finales de la década de 1940 llega la revolución de las pinturas acrílicas, una emulsión del polímero acrílico y agua donde están contenidos los pigmentos que, además de otras ventajas, comenzaron a ofrecer rápidamente  una enorme variedad de colores, azules incluidos.

La pintura del siglo XXI no renuncia tampoco al azul, casi una obsesión para ciertos artistas. Hasta el ultramar original, a partir de lapislázuli, sigue siendo utilizado por algunos pintores contemporáneos, ya a precios más módicos que antaño, aunque también muy altos.

Martin Kline  es uno de los pintores que indaga apasionadamente sobre este color, como también muestra esta otra obra suya. Este, como otros de sus cuadros azules, rinde homenaje a la ciudad donde triunfó el ultramar, la Serenísima República de Venecia (el nombre oficial de la opulenta ciudad-estado); y su técnica, el encausto (cera de abejas mezclada con pigmentos, aplicada en caliente) nos remite a los antiguos griegos y romanos, cuyas pinturas realizadas sobre paneles de madera con este procedimiento han perdurado en el tiempo y mantenido su intensa coloración. La abstracción también se nutre del arte clásico.

Little Serenissima (año 2015), de Martin Kline. Encausto en panel, 61 x 61 x 9 cm

El español Alberto Reguera (Segovia, 1961) es otro singular pintor del azul. Lo incorpora a partir de una gran variedad de pigmentos para sus abstractas y poéticas composiciones, a menudo inspiradas en la naturaleza.  Hace tres años comentaba en una entrevista: “El azul, al que considero el color más inmaterial, me ayuda a generar sensaciones de vértigo y profundidad”.

Nocturnas materias superpuestas (2009-2011), de Alberto Reguera. Acrílico sobre lienzo, 200 x 200 cm

En los últimos años ha ido engrosando el formato del bastidor y su pintura huye, no se sabe bien hacia dónde, aunque parece feliz de hacerlo:

The journey of pigments (El viaje de los pigmentos), de Alberto Reguera (2016). Técnica mixta, 200 x 200 x 19 cm

MINERALES DE AZUL

En algunas ocasiones, el color de los minerales se  debe a las impurezas  que contienen, especialmente de ciertos elementos metálicos cromóforos, con una elevada capacidad de pigmentación incluso en cantidades bajísimas. La primera vez (y, por cierto, la última) que tuve ocasión de investigar el origen del color azul en minerales fue en unas curiosas excéntricas de una cueva, la Gruta de las Maravillas (en Aracena, sur de España). Las excéntricas son un tipo de concreciones de carbonato cálcico, en este caso de aragonito, que a diferencia de las estalactitas y estalagmitas no crecen según un eje vertical, sino que adoptan patrones extraños: en espirales o en formas de racimos y de agujas, a veces retorcidas, que apuntan en múltiples direcciones.

El principal elemento cromóforo que detectamos en los análisis, en cantidades significativas, fue el cobre, en 183 partes por millón. Años atrás ya se había constatado, en una cueva francesa, que el umbral mínimo de cobre para que las excéntricas aparecieran azules era de entre 50 y 100 partes por millón, una cantidad menor aún que la que nosotros obtuvimos.

Excéntrica azul de aragonito en la Gruta de las Maravillas. El color azul se debe a impurezas de cobre. Foto: Francisco J. Hoyos

Otros minerales, sin embargo, deben el color a sus constituyentes principales, como suele ocurrir en los minerales metálicos. Pero, aunque contengan uno de esos elementos cromóforos, como es el cobre, éste no imparte un color único, sino que depende de los otros elementos químicos a los que está unido en el cristal y de cómo todos ellos están ordenados en él. Por ejemplo, la azurita contiene cobre y la misma cantidad de carbonato que de iones de hidróxido: el cobre le da el color azul. Pero en la malaquita, de similar composición, el hidróxido es el doble que el carbonato: el cobre colorea en verde.

¿Y la lazurita, el mineral azul del lapislázuli? Aquí el caso es bien distinto. No contiene cobre, ni cobalto (que también puede proporcionar color azul) ni ningún otro elemento cromóforo. Es un silicato de aluminio, cuya estructura cristalina está compuesta básicamente de átomos de aluminio o silicio enlazados con oxígeno, formando una red de tetraedros (poliedros de cuatro caras) que rodean al sodio. Muchos silicatos alumínicos son incoloros o blanquecinos, pero la lazurita presenta azufre en su composición. Los átomos de azufre se pegan a esa red en grupos inestables de tres, intercambian un electrón y, gracias a esto, el cristal absorbe la luz roja. Resultado: percibimos el color complementario al absorbido, el azul.

Un complicado mundo, sin duda, el de los colores minerales.  Por cierto, además del lapislázuli y la azurita, solo se han utilizado dos pigmentos minerales, no sintéticos, para obtener colorante azul. Uno de ellos, la vivianita, es un fosfato de hierro hidratado que, aunque se ha usado como pigmento desde la antigüedad, es muy raro encontrarlo en pinturas al óleo. El otro es la aerinita, con extraordinarios ejemplos  de su aplicación en el arte románico catalán tanto en pintura al temple para altares, imágenes y otros objetos de madera como en pinturas murales al fresco, entre las que destaca el magnífico Pantocrátor de la iglesia de San Climent de Taüll (La Vall de Boí, Pirineo catalán), una de las obras maestras del románico europeo. La aerinita es un mineral químicamente muy complejo, un silicato-carbonato de estructura similar a las de ciertas zeolitas fibrosas, que contiene aluminio, calcio y cationes de hierro, responsables estos últimos de la coloración azul del mineral.

Pantocrátor de Taüll (hacia 1123), 620 x 360 x 180 cm, fresco traspasado a lienzo. El azul está hecho con pigmento mineral obtenido de la aerinita. Imagen: Museu Nacional d’Art de Catalunya, Barcelona

¿VUELVE EL AZUL DE PRUSIA?

Este color, el azul de Prusia, se considera el primer pigmento sintético moderno. Entre los siglos XVIII y XX es corriente que aparezca en numerosas pinturas. Pablo Picasso, por ejemplo, lo utilizó en las obras de su etapa azul (1901-1904). La habitación azul es su cuadro más recientemente estudiado, por Patricia Favero y colegas, desde el punto de vista de los pigmentos y la estructura de sus capas (mediante microanálisis de muestras de pintura combinado con imágenes obtenidas por espectroscopía de reflectancia y fluorescencia de rayos X). En este artículo del año 2017, aparecido en la revista Heritage Science, se pueden consultar los resultados de su investigación.

La habitación azul (1901), de Picasso. Óleo sobre lienzo, 50 x 62 cm. El azul de Prusia, solo o mezclado con otros pigmentos, es el predominante en las partes azules del cuadro. También usó ultramar artificial en algunas zonas, como en el mar del paisaje que aparece en la pared del fondo. Imagen: The Philips Collection (Washington D. C.)

Con la serie de cuadros Azul de Prusia el mexicano Yishai Jusidman (Ciudad de México, 1963) aborda el Holocausto desde una perspectiva pictórica diferente: generando un silencio solemne y directo, elocuente en sí mismo. El producto Zyklon B era la marca registrada de un pesticida a base de cianuro utilizado por los nazis en las cámaras de gas, que a veces deja en las paredes un residuo azul, de composición similar al azul de Prusia. Aún hoy se pueden ver esas manchas en los antiguos campos de concentración, como en el de Majdanek (Polonia).

Majdanek (2012), de Yishai Jusidman. Acrílico sobre tabla, marco del artista, 84 x 107 cm

En ninguna de las obras de esta serie aparecen personas. Solo espacios vacíos y huellas. Manchas que ni los trapos son capaces de limpiar.

Trapo 6, detalle. Obra de Yishai Jusidman (2013-2014). Acrílico sobre algodón montado en tabla, 44 x 37 cm

Toda esta serie, que Jusidman expuso entre agosto de 2016 y febrero de 2017 en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo, MUAC, en Ciudad de México, la expresó exclusivamente en diferentes gamas de azul. En este último cuadro que muestro los azules ya se acercan al negro.  “El azul, cuando está a punto de hundirse en el negro, evoca un dolor que casi no es humano” (Kandinsky).

Prussian Blue (Azul de Prusia), de Yishai Jusidman (2014-2015). Óleo y acrílico sobre lienzo, montado sobre tabla, 236 x 203 cm

Tierra y Tecnología nº 51 | http://dx.doi.org/10.21028/jdv.2018.04.18Autor: Joaquín del Val