Tierra y Tecnología nº 45 | Primer y segundo semestre de 2014 | Texto | José Cerdeira Taboada. Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos. | En el Día Mundial del Medio Ambiente (5 de junio), hay que hablar de un tema polémico. Un 3% de los expertos en la ciencia del clima no están de acuerdo con las tesis oficiales de que la actividad humana provoca el cambio climático. El otro 97% trabaja para la ONU. El autor, que no trabaja para la ONU, tampoco entra en el 3% de los rebeldes. Así que, tratará de no opinar demasiado, porque, como se sabe, donde hay dos ingenieros hay al menos tres opiniones. Ni siquiera hablando de datos, habrá unanimidad.
Introducción
En primer lugar, se presenta a la Tierra como un ser vivo capaz de autorregularse y, por tanto, de corregir, hasta cierto punto, los desequilibrios provocados por las actuaciones humanas. Es la llamada hipótesis Gaia.
Una segunda idea buscará determinar si la humanidad, con su desarrollismo despreocupado, ha sobrepasado la capacidad de autorregulación de ese metafórico ser al que hemos llamado Gaia. Y si, una vez superado el umbral de autorregulación, Gaia se va a mostrar simplemente incapaz de corregir nuestras acciones o va a ir más allá y acercarse a lo que sería una Gaia enojada, una mala madre que, como la mítica Medea, busque deshacerse de sus propios hijos.
También se analizará la otra cara de la moneda, la posibilidad de que la crisis generalizada llegara por agotamiento de los propios recursos de Gaia, idea a la que nos referiremos como teoría de Olduvai.
El creacionismo
Quienes me conocen, saben que me gusta comenzar mis historias por el principio, es decir, por Adán y Eva. Y ya no voy a cambiar; así que comenzaré hablando de la Creación.
En efecto, parece que aquel domingo 23 de octubre de hace 6.018 años, Dios tuvo una idea. Chascó sus dedos y creó el mundo. Luego, sin delegar en nadie, fue separando cuidadosamente la luz de las tinieblas, lo sólido de lo acuoso; puso plantas, flores y animales por todas partes y, finalmente, tras cinco días de trabajo, el viernes 28 de octubre, a eso de la hora nona, creó al hombre. Tras mirarlo atentamente, no le pareció muy de fiar, así que decidió tutelarlo de cerca trazándole un camino que debía seguir si no quería ser severamente reprendido.
En esta idea bíblica original, la Tierra es como Dios la hizo, y la vida como Dios la programó. No hay interrelación entre una y otra, y Tierra y vida siguen su camino por separado, sin influirse, dependiendo todo de la intervención directa de Dios.
El evolucionismo
Pero, años más tarde, hacia 1859, llegó Charles Darwin (1809-1882) con unas extrañas teorías que cambiaron nuestra forma de pensar. Según él, Dios lo había creado todo, sí, pero dejando que los seres vivos se las arreglaran por sí solos. Les puso el soporte, el medio en el que tenían que desenvolverse, y luego, deberían ser ellos los que se adaptaran al medio, seleccionando a los individuos más capaces.
Dios les dio una regla: el que más corra, escapa del león, el que corra menos será devorado y no tendrá descendencia. Es el principio de selección natural. Y Dios ya no necesitó intervenir más. Mediante este sistema, la vida pudo evolucionar y adaptarse al medio. Pero el medio… seguía sin adaptarse a la Vida.
La hipótesis Gaia
Se tuvo que esperar otros cien años para que otro brillante científico inglés, James Lovelock (95 años) (figura 1), diera un paso más y se preguntara si no sería posible que ambos componentes interfirieran entre sí, como en un sistema complejo en el que cada subsistema fuera capaz de influir en la evolución del otro. Formarían así un sistema de orden superior. El medio condicionaría la vida, sí, pero la vida también condicionaría al medio.
Pero si, hasta hace muy poco, aceptábamos que la evolución de los organismos vivos se producía según las pautas expuestas por Darwin, y que la evolución del mundo material, compuesto por rocas, aire y océanos, evolucionaba según decían los libros de geología, la llamada teoría Gaia ve estas dos evoluciones, anteriormente separadas, como parte de una única historia de la Tierra, en la que la vida y su medio físico evolucionan como una sola entidad.
Como se sabe, Gea, o Gaia, es el nombre de la diosa primigenia que personifica la Tierra en la mitología clásica. Fue el laureado escritor William Holding (1911-1993), premio Nobel de literatura y vecino de Lovelock, quien sugirió a éste el nombre de Gaia para bautizar a ese superorganismo vivo y autorregulado.
Los orígenes de la idea
Pero ¿cómo surgió la idea? En la década de los sesenta, cuando James Lovelock trabajaba en Texas, participando con la NASA en el programa de detección de vida en otros planetas, reunió una serie de características que distinguían un mundo con vida de mundos completamente inertes.
Esas características definían una atmósfera inestable, que no podría mantenerse así durante mucho tiempo si alguien o algo no se ocupara de mantener o provocar su inestabilidad. Lovelock observó que:
- La proporción de CO2 en los planetas próximos es del 98% en Venus, del 95% en Marte y del 98% en la Tierra sin vida. Sin embargo, la Tierra actual ha reducido su proporción de CO2 desde aquel 98% original a un casi testimonial 0,04%.
- Por lo que respecta al oxígeno, la proporción es de sólo trazas en Venus, de un 0,13% en Marte y de un 0,03% en la Tierra primitiva. Pero, desde que apareció la vida oxigénica en la Tierra, la proporción de oxígeno ha subido, y luego se ha mantenido alrededor del 21%.
- En la composición de la atmósfera terrestre está también el metano, un gas de vida muy corta en presencia de oxígeno pero que, a pesar de ser inestable, ha permanecido casi constante desde la aparición de la vida oxigénica en la Tierra.
- Por otra parte, la temperatura global de la superficie de la Tierra se ha mantenido con muy pocas variaciones en tiempos geológicos, a pesar del incremento en la energía recibida del Sol, que puede haber subido en los últimos tres millones de años cerca de un 40%.
- Finalmente, observó que la salinidad de los océanos no ha sufrido cambios importantes en su historia geológica, a pesar de los aumentos y disminuciones de la cantidad de agua helada.
- Lo anterior nos hace preguntarnos ¿cómo es posible que la biosfera cambie su composición y sus características fundamentales hasta conseguir adaptarse a las necesidades de la vida? De no suponer que fue la biota, la vida, la que modificó las características del entorno, tendríamos que volver a las teorías creacionistas y aceptar la continuada intervención de Dios.
La hipótesis Gaia: la Tierra como ser vivo
Aceptado, pues, que el entorno es capaz de modificar la vida (darwinismo) y aceptado también que la vida es capaz de modificar el entorno, Lovelock concluyó que vida y entorno forman una simbiosis que les lleva a comportarse como un superorganismo vivo, como un sistema retroalimentado constituido por la corteza terrestre, el mar, la atmósfera y la biota, y que tiene el objetivo de lograr un entorno físico y químico óptimo para la vida en el planeta.
Como nos diría cualquier libro de ciencias, la hipótesis Gaia es un conjunto de modelos científicos de la biosfera en los que se postula que la vida fomenta y mantiene unas condiciones ambientales que favorecen y permiten su existencia, unos modelos que muestran, a escala planetaria, los mecanismos de autorregulación que afectan a la temperatura global, a la composición atmosférica, a la salinidad de los océanos y a otras muchas variables que, en conjunto, condicionan la vida sobre la Tierra.
Estos mecanismos homeostáticos, de lucha por mantener un medio adecuado en el que poder vivir, son los que nos hacen imaginar a Gaia como un ser vivo.
¿Y cómo es Gaia?
Dice Lovelock que él solía imaginarse Gaia como un animal cualquiera pero, eso sí, muy grande, quizá un elefante o una ballena. Sin embargo, aclaró que, recientemente, prefiere imaginársela como un camello, seguramente por su resistencia. En todo caso, lo que asemeja a Gaia a cualquier otro ser vivo es el hecho de estar formada por unidades elementales de vida, las células, que se agrupan formando tejidos especializados y cuya simbiosis es capaz de mantener la vida del organismo superior.
A su vez, ese conjunto de unidades de vida está alimentado por unos sistemas circulatorios, ríos y corrientes marinas, que distribuyen los nutrientes; y por un sistema respiratorio, la atmósfera, que a modo de pulmones, permite la fotosíntesis y la respiración de Gaia.
La homeostasis
Es la propiedad de un determinado sistema que le permite mantener una condición interna estable mediante la regulación del intercambio de materia y energía con el exterior.
Nos hemos imaginado a Gaia como un ser vivo capaz de regular las condiciones para el mantenimiento de la vida. Pero ¿cómo son esos mecanismos homeostáticos, de los que dispone Gaia, capaces de hacer tal regulación? Veamos un ejemplo tremendamente simplificado:
El Mundo de Margaritas. El llamado Mundo de Margaritas es un sistema sintético, esquemático, que nos permite intuir cómo actúan los mecanismos homeostáticos, cómo un sistema muy simple podría llegar a regular la temperatura de la Tierra (figura 2).
Imaginemos una tierra en la que sólo existen margaritas, margaritas blancas y margaritas negras. Las margaritas blancas reflejan la radiación solar y, por tanto, aguantan mejor el calor. Al mismo tiempo, al reflejar la luz, impiden que la tierra se caliente.
Por su parte, las margaritas negras, al absorber la radiación solar, pueden proliferar en ambientes más fríos y, al mismo tiempo, al absorber esa energía, ayudan a calentar la tierra.
Si la radiación aumenta, las margaritas negras comenzarán a morir mientras que las blancas aumentarán y la Tierra se refrigerará. Si la radiación disminuye, las margaritas blancas se helarán, proliferarán las negras y ayudarán a calentar la Tierra.
Vemos cómo un mecanismo tan simple como éste puede regular la temperatura dentro de determinados valores. Fuera de ese intervalo, tanto las margaritas negras como las blancas morirán, de frío o de calor, pero morirán, y no habrá regulación posible.
Homeostasis sí, pero dentro de un orden
Como hemos visto, Gaia es equiparable a un organismo vivo capaz de autorregularse. Pero esa autorregulación tiene unos límites. Cuando se sobrepasan, la regulación es imposible y el sistema puede volverse altamente inestable, tanto que los mecanismos de tipo estabilizador se convierten de repente en generadores de inestabilidad convirtiendo los resultados en puramente caóticos. Gaia deja así de comportarse como la buena madre que hemos descrito y se convierte en una Gaia indignada y deseosa de venganza ante la cual, como dice Lovelock: “nada de lo que hagan las naciones servirá para nada”.
La venganza de Gaia
Y continúa: “Definitivamente, antes de que se acabe este siglo, la ciudad de Londres estará inundada. Y todas las zonas costeras del mundo.
Imagínense Bangladesh, por ejemplo; el país entero desaparecerá bajo las aguas. Sus 140 millones de habitantes intentarán desplazarse a otros países, donde no serán bien recibidos. En todo el mundo habrá muchas guerras y mucha sangre.
Nos veremos reducidos a sólo unos 500 millones de humanos viviendo en el Ártico. Y tendremos que empezar de nuevo…” (figura 3).
Pero ¿qué estamos haciendo para situarnos al borde de tal desastre? ¿Hemos superado ya el punto de no retorno?
La evolución del CO2 en la atmósfera
Decía el diario El Mundo del 10 de mayo del 2013 que: “La concentración de CO2 en la atmósfera ha rebasado el techo simbólico de las 400 ppm, el récord de la era industrial, una cifra considerada por muchos científicos como el punto de no retorno” (figura 4).
El crecimiento de las emisiones de CO2 antropogénico continúa de forma imparable (2,2% entre 1970 y 1990, y de un 2,3% en años sucesivos). Para este 2014 se espera que la cantidad de CO2 emitido por la quema de combustibles fósiles sea de 32,5 Gt. (32,5 mil millones de toneladas). Si pudiéramos congelar este CO2 y almacenarlo en un recinto como el estadio Santiago Bernabéu, deberíamos alcanzar una altura de más de 3.000 metros. ¡Y eso en sólo doce meses!
Como nos indica el gráfico (figura 4), es verdad que siempre hemos tenido oscilaciones climáticas. De hecho, en los últimos 400 milenios podemos observar cuatro ciclos muy similares, con un crecimiento relativamente rápido y unas bajadas más lentas y con mayor ruido. Pero nunca superamos las 300 ppm. Hasta 1950, el ciclo actual, también fue similar a los anteriores. Pero, a partir de ese momento, las concentraciones se disparan y se encaminan hacia más allá de las 400 ppm. Parece claro que este ciclo no es una continuación de los anteriores…
El gráfico superior (figura 5) refleja las subidas de otros gases, como el metano y el óxido nitroso, cuya contribución al efecto invernadero es también muy importante. Éste es el famoso gráfico “palo de hockey” y, ante él, creo que sobran las palabras.
Subida de las temperaturas
La evolución de las temperaturas en el holoceno, es decir, tras el fin de la última glaciación, no es en absoluto alarmante. Las temperaturas han ido bajando, con ligeras ondulaciones, a partir del último óptimo climático de hace unos 7.500 años (figura 6).
Si nos fijamos en el siguiente gráfico (figura 7), cuya resolución ya nos permite observar los últimos años del pasado siglo, la subida de temperaturas comienza a mostrarse significativa. Este gráfico es bastante más ilustrativo de la situación en que nos encontramos, que el reciente informe del IPCC ha venido a rechazar (figura 8). Lo que se aprecia en esta última figura es la altísima correlación entre niveles de CO2 y temperatura, de la que deducimos que la temperatura sube aproximadamente un grado por cada 10 ppm de aumento de CO2. Pero, dado que la variación de la temperatura lleva un retraso con respecto a la variación del dióxido de carbono, las temperaturas actuales aún no han reflejado los últimos incrementos de CO2. La pregunta es inmediata, ¿qué va a pasar con la temperatura cuando se haya correlacionado con las 400 ppm de CO2 que tenemos en la actualidad? ¿Subirán las temperaturas 10 grados?
Fusión de los hielos
La consecuencia más inmediata del aumento de la temperatura es la fusión de los hielos polares y de los que forman los glaciares. En el hemisferio norte se aprecia una disminución importante de la banquisa que ha pasado de cubrir unos 13,5 millones de km2 a mitad del siglo pasado, a no sobrepasar los 10,5 millones en el año 2013, lo que representa una disminución de casi el 25% (figura 9).
La situación de los hielos sobre Groenlandia es más compleja y aunque su superficie parece disminuir, no está tan claro lo que está ocurriendo con su espesor. Algo parecido está pasando con los hielos de la Antártida cuya superficie de hielo parece reducirse también, aunque en menor medida que en el caso del Ártico. Por su parte, los glaciares están casi todos en fase de rápido declive.
Estos efectos son, además, inestabilizantes, dado que la disminución de la superficie de hielo supone una disminución del efecto albedo, o radiación reflejada, y, por tanto, una retroalimentación positiva que favorece el aumento de temperatura.
El aumento del nivel del mar
El aumento del nivel del mar se debe básicamente a dos causas, la fusión de los hielos depositados sobre superficies terrestres, que aportarían una gran cantidad de agua líquida, y el aumento del volumen de agua por dilatación térmica a consecuencia del aumento de temperatura. En la figura 10 podemos apreciar cómo, en los últimos veinte años, el nivel oceánico ha venido subiendo unos 3,3 mm por año. De continuar con este ritmo, alcanzaríamos el fin de siglo con una subida de unos 35 cm sobre el nivel de 1993.
Las estimaciones citadas se basan en la extrapolación de los datos actuales. Sin embargo, al seguir aumentando las temperaturas, el proceso se acelerará y se predicen subidas para el 2100 de más de un metro.
Las consecuencias de estas modificaciones pueden ser alarmantes por su influencia en la virulencia de las tormentas, el efecto en acuíferos y humedales y las inundaciones que producirían en tierras agrícolas y en poblaciones.
Los cambios en las corrientes marinas
Otra decisiva influencia de la fusión de los hielos podría ser el cambio en las importantes corrientes marinas. Una de las principales corrientes oceánicas, la llamada Circulación Termohalina, como su nombre indica, transporta calor y sal de unas zonas a otras muy alejadas, tanto que su recorrido completo podría superar los mil quinientos años de duración.
Su función es tremendamente importante en el mantenimiento de unas condiciones atmosféricas y climáticas lo más uniformes posibles, moderando las temperaturas tropicales y haciendo posible la vida en altas latitudes. La corriente superficial cálida que, proveniente de la zona del Caribe, se dirige al norte, tiene una fuerte evaporación que aumenta su concentración de sal y, por tanto, su densidad. Cuando a este efecto se le suma el enfriamiento que se produce al llegar a zonas árticas, que también provoca aumento de densidad, ésta se hunde y regresa a zonas tropicales como corriente profunda.
Pero un aumento del aporte de agua dulce, más ligera, por fusión de los hielos árticos produciría una disminución de su densidad pudiendo impedir que el agua se hundiera, cortando la corriente e impidiendo el transporte de calor desde las zonas cálidas hacia el norte. Si esto ocurriera, se producirían fenómenos repentinos de enfriamiento extremo en un Ártico no calentado, y calentamientos igual de extremos en la zona tropical no refrigerada. Todo ello debería producir situaciones climatológicas inusitadas no muy distintas a las que se pueden ver en la película El día de mañana.
Desertización
La interrupción de las corrientes marinas y de su capacidad para transportar calor de las zonas tropicales a las zonas polares provocaría, como ya vimos, un aumento de las temperaturas en las latitudes bajas y medias, causando una desertización casi completa.
Pero, mientras eso no ocurra, las consecuencias del cambio climático global sobre la desertización son complejas y no están suficientemente entendidas.
El cambio climático puede afectar negativamente a la biodiversidad y exacerbar la desertificación debido al aumento en la evaporación y a una disminución probable de la precipitación. Sin embargo, ya que el dióxido de carbono es un recurso fundamental para la productividad vegetal y puede favorecer una menor evaporación de las plantas, algunas especies podrían responder favorablemente al aumento térmico.
Las diferentes respuestas de las plantas de las tierras secas al aumento del dióxido de carbono y de las temperaturas pueden llevar a cambios en la composición y abundancia de especies. Así pues, aunque el cambio del clima puede aumentar la aridez y el riesgo de desertización, en muchas áreas, los efectos resultantes sobre la pérdida de la biodiversidad y, por lo tanto, sobre la desertización, son difíciles de predecir.
La acidificación de los mares
Otra de las consecuencias del aumento del anhídrido carbónico vertido a la atmósfera es la acidificación de los mares.
Como sabemos, una parte del CO2 de la atmósfera se disuelve en las aguas marinas. Aunque esto supone un alivio para la carga carbónica atmosférica, representa un importante problema para los entornos marinos al convertirse éste en ácido carbónico que, a su vez, se descompone en bicarbonato cálcico, y detrae calcio de las necesidades que tienen muchos animales marinos para sus exoesqueletos.
Desde el comienzo de la revolución industrial, el pH ha venido cayendo lentamente, caída que se acelerará en los próximos años hasta alcanzar un 7,7 a final de siglo, con los correspondientes daños para corales y animales marinos.
La bomba de clatratos
Finalmente, y por nombrar una consecuencia algo más exótica, citaremos el fenómeno de la llamada bomba de clatratos.
El clatrato es una estructura de agua helada que contiene en su interior una cierta cantidad de metano. Estas “jaulas” de hielo se forman tanto en el fondo de mares muy fríos como bajo el hielo de zonas de permafrost y parecen tener una gran capacidad de retención de gases (hasta cerca de un 20% en peso).
Con el aumento de temperatura, los clatratos pueden romperse o licuarse dejando libre el metano que mantenían retenido. Esto daría lugar a importantes casos de anoxia oceánica y atmosférica como los que provocaron la gran extinción de hace 250 Ma, además de las importantes influencias térmicas que ello supondría.
Para muchos, estos gases contenidos bajo el hielo son una auténtica bomba de relojería que pone en peligro nuestra supervivencia. Un calentamiento de apenas un par de grados puede fusionar o romper las estructuras heladas y desencadenar un gran desprendimiento de gases invernadero de efectos impredecibles.
Cabe decir que estos clatratos de metano podrían utilizarse para la extracción de gas natural, lo que, de momento, no parece ser rentable.
Un sistema caótico. Paren que me bajo
Como hemos visto, nuestro sistema Gaia está desbordado. Los distintos parámetros que solían definir su consistencia están ahora al borde del abismo o, quizá, más allá, y el desastre parece ser inevitable. Quizá pudiéramos dejar de aumentar nuestras emisiones de CO2, incluso podríamos reducirlas, o eliminarlas… pero ¿cómo eliminar de la atmósfera ese manto protector que va a seguir calentándonos durante mucho tiempo? El futuro de Gaia es impredecible, caótico, al menos en el sentido matemático del término.
Como dice Lovelock: “Sospechamos que existe un umbral, quizá de temperatura o de dióxido de carbono, más allá del cual nada de lo que hagan las naciones servirá para nada ni podrá evitar el desastre”.
Pero puede haber algo peor, y es que algunos sospechan que Gaia puede no ser tan buena madre como pensábamos.
Peter Ward y la “mala madre”
Peter Ward (65 años) es un paleontólogo y profesor de ciencias del espacio en la Universidad de Washington, en Seattle, conocido por ser quien propuso la hipótesis de Medea. Según Ward, son los propios mecanismos darwinianos los que permiten el desarrollo egoísta de las especies sin respeto al medio, introduciendo una realimentación positiva que, lejos de conseguir una regulación óptima, llevarán a la propia destrucción de la vida. Su razonamiento se basa en la cantidad de veces que la vida estuvo a punto de desaparecer de la Tierra.
Dice Ward: “Los defensores de la teoría Gaia piensan que los huéspedes de un hotel van a repintar las habitaciones y dejar flores frescas antes de salir. Por el contrario, los defensores de Medea pensamos que es mucho más probable que tiren los muebles por la ventana con un comportamiento autodestructivo similar al de algunas famosas estrellas de rock”.
Medea, la mala madre
En la mitología clásica, Medea, dominada por los celos, no duda en sacrificar a sus hijos para hacer el máximo daño a Jasón, su marido, y privarlo de la continuidad de su linaje.
Como la Medea mítica, nuestra Medea particular también tuvo unos episodios violentos, en los que trató de eliminar a sus propios hijos, provocando extinciones en masa que pasaron a formar parte de la historia geológica de la Tierra. Echemos un vistazo a algunos de los más ilustrativos:
La gran oxidación
La vida sobre la Tierra comienza hace unos 3.800 millones de años. Pero aquellos primeros organismos unicelulares, las sulfobacterias, tomaban la energía del sol mediante una fotosíntesis no oxigénica. No respiraban oxígeno. Algunos, como los llamados metanógenos, respiraban CO2 y expulsaban metano. Entonces, la composición de la atmósfera era muy distinta de la actual, con casi total ausencia de oxígeno y abundancia de metano. Las radiaciones solares llegaban sin filtrar hasta la tierra, porque no había ozono, y los pequeños seres vivos debían protegerse de estas radiaciones si quería seguir viviendo. Debían, pues, permanecer en lagos y mares a una profundidad donde las peligrosas radiaciones UV-B no llegaran.
Pero, bien porque Gaia fuera una gran alquimista deseosa de experimentar nuevos sistemas de vida o bien porque Medea decidiera ya entonces acabar con sus hijos aún unicelulares, lo cierto es que, hace unos 3.500 millones de años, surgieron unas bacterias azules, cuya fotosíntesis consistía en la absorción de CO2 y la expulsión de oxígeno.
Durante los siguientes mil millones de años, ambas formas de vida pudieron convivir sin mayores problemas, porque el oxígeno generado por las cianobacterias servía para oxidar aquellos primeros metales que cubrían la corteza terrestre y que, ante la falta de oxígeno, no habían tenido la oportunidad de oxidarse. Pero llegó un momento, hace unos 2.400 millones de años, en que toda la corteza terrestre estaba ya formada por óxidos metálicos y, por tanto, el nuevo oxígeno generado por las cianobacterias empezó a acumularse en la atmósfera.
Este importante momento de la historia de la Tierra recibe el nombre de “catástrofe del oxígeno” porque ocurrió lo inevitable. El oxígeno resultó ser un gran veneno para los organismos anaerobios, y todas las formas de vida desarrolladas en los mil millones de años anteriores fueron gaseadas en el dantesco horno en que se había convertido la atmósfera terrestre. De esta gran extinción de organismos metanógenos sólo se salvaron algunas especies refugiadas en microambientes anóxicos como sedimentos inundados, cuevas no ventiladas y, curiosamente, en el estómago de los rumiantes.
Tierra “Bola de Nieve I”
El aumento de oxígeno tuvo también sus ventajas. Por un lado, la respiración oxigénica es mucho más eficaz en términos energéticos que la fermentación, y eso permitía seres de mayor tamaño, incluso pluricelulares. Y, por otra parte, el aumento de oxígeno fue dando lugar a la formación, en las capas superiores de la atmósfera, de unas moléculas triatómicas de oxígeno, llamadas ozono, que tenían la beneficiosa propiedad de actuar como cubierta protectora de las radiaciones procedentes del espacio. La vida pudo así asomarse a la superficie de mares y lagos e, incluso, asomarse a las tranquilas playas de la época acabando por poblar la tierra firme.
Pero el oxígeno tuvo también sus consecuencias negativas, y es que acabó con el metano, principal gas de efecto invernadero de la época. Su rápida destrucción por oxigenación provocó la pérdida del benéfico efecto invernadero y un enfriamiento rápido de la Tierra hasta cubrirse ésta casi completamente de hielo. Fue el segundo intento de Medea de acabar con la vida, y muchas fueron las especies que desaparecieron mientras la Tierra vagaba por el espacio como una gran bola blanca, la llamada “Tierra Bola de Nieve” (figura 11).
Afortunadamente, una época de grandes emisiones volcánicas solucionó el problema al enviar a la atmósfera ingentes cantidades de CO2 cuyo efecto invernadero, algo menor que el del metano, fue ,no obstante, suficiente para devolver la temperatura a sus valores normales.
Tierra “Bola de Nieve II”
Dado que el oxígeno se difunde en el tejido orgánico mejor que el metano, los pequeños organismos oxigénicos pudieron aumentar sus tamaños sin por ello poner en riesgo su capacidad respiratoria. Pero el mayor tamaño les obligó a desarrollar unas estructuras de sostén que, en principio, fueron externas y principalmente de tipo calcáreo.
Pero luego a Gea, o a Medea, se le ocurrió un nuevo invento, que consistió en la formación de una cubierta protectora de la membrana de las células a base de lignina. Surgieron así las plantas, y la tierra emergida pudo ser totalmente conquistada.
El éxito fue tan grande que la fotosíntesis comenzó a detraer CO2 de la atmósfera a una gran velocidad, CO2 que se acumulaba en forma de carbono en los residuos vegetales, acabando por dar lugar a nuestros actuales combustibles fósiles.
Pero, hete aquí que, tras la disminución del metano y ahora del anhídrido carbónico, la temperatura de la Tierra cayó nuevamente. El desastre se veía venir y una nueva Tierra “Bola de Nieve” empezó a vagar por el espacio.
El último gran invento de Gaia
Podríamos seguir contando historias sobre ingeniosos inventos y sobre masivos intentos de asesinato, entre los cuales deberíamos citar la extinción masiva del pérmico triásico en la que desaparecieron el 96% de las especies marinas, pero nos fijaremos sólo en una, la última en afectar a esta gran nave repleta de vida y conducida por un piloto loco.
Y es que el postrer gran invento de Gaia, o de Medea, fue el crear un ser insignificante, sin ninguna otra característica especial que no fuera la de poseer una cabeza desmesurada. Esta nueva especie fue llamada homo sapiens, y el invento puede convertirse en un gran éxito. Sin duda, éste parece ser el cáncer perfecto para acabar con la vida en la Tierra. Será el gran éxito de Medea, o el gran fracaso de Gaia, ¡quién sabe!
Epílogo
Bien, hemos echado un vistazo al trato que estamos dando a Gaia, a cómo estamos superando su capacidad de regulación y a cómo esa Gaia enojada, en terminología de Lovelock, o esa mala madre, llamada Medea por Peter Ward, pondrá fin a nuestra civilización.
Pero si ese fin se retrasara, podríamos ver que la moneda tiene otra cara, y es que los recursos de la Tierra son limitados, y su agotamiento convertiría nuevamente a la humanidad en un pequeño grupo de cazadores y recolectores en los que quedaría como un vago recuerdo el pasado de una civilización gloriosa, pero insensata.
La teoría de Olduvai
La teoría de Olduvai predice el fin de la actual civilización industrial en un plazo de tiempo muy corto, quizá de no más de veinte años.
Según su autor, Richard C. Duncan, el desarrollo económico, medido en consumo de energía per capita, sigue una curva en forma de campana, prácticamente simétrica, que alcanzó su pico en 1979 y que decaerá rápidamente hasta volver a cifras de 1930 no mucho más allá de 2030 (figura 12).
A partir de entonces, entraremos en la fase postindustrial, en la que el descenso será más lento, culminando en un periodo de unos mil años en que habremos regresado a una cultura basada en la caza y muy similar a la que había en la Tierra hace decenas de miles de años (el nombre de Olduvai hace referencia a las condiciones existentes en la garganta del mismo nombre, en Tanzania, cuando aparecieron los primeros homínidos).
De enemigo público a bien escaso
Después del breve recorrido que hemos hecho por los males de nuestro medio ambiente, fácil es el señalar un primer culpable, el CO2, y por tanto los combustibles fósiles, y por ende el petróleo.
El petróleo ha sido la fuente energética más barata y más eficaz de todas las que hemos tenido los humanos. Durante los últimos dos siglos nos hemos acostumbrado a que cada año hubiera más petróleo y la población pudiera crecer a la sombra de esa bonanza energética. Las naciones industrializadas desarrollaron un sistema económico basado en la asunción de que el crecimiento es normal y necesario y que, además, se puede mantener indefinidamente.
Pero cuando la producción ha llegado a un máximo, esa asunción se viene abajo y entramos en un terreno incierto.
Petróleo, un bien escaso
El petróleo, como la mayoría de los bienes, está muy mal repartido. Unos son los que lo poseen y muchos los que lo necesitan. En la figura 13 se puede ver los diferentes países dibujados a un tamaño proporcional a sus reservas petrolíferas.
Nos encontramos con unos países de tamaño descomunal, como Arabia, Irán, Iraq, Kuwait, Emiratos o Venezuela… y otros de tamaño insignificante. Fijémonos, p.e., en Japón (¿se encuentra?), China o la India. ¿Y qué decir de Europa, o la misma América, excluida Venezuela? ¿Qué pasará cuando estos países reclamen su cuota imprescindible y los primeros traten de proteger sus escasas reservas?
En la (figura 14) se muestra el “mix” energético de los diez mayores consumidores de energía del mundo y sus índices de generación de CO2. Véase el consumo de carbón en los dos primeros (70,4% y 52,9%) y el de los tres últimos (5,2%, 6,7% y 3,7%). Sin pretender entrar en temas de política energética, que podría ser objeto de otra charla, parece claro cuáles son las medidas que se deben tomar para reducir estos índices.
La curva de Hubbert
Marion King Hubbert (1903-1989) fue un geofísico que trabajó para la compañía petrolera Shell, en Texas. Entre sus aportaciones a las prospecciones petrolíferas está su análisis de la evolución de la producción de cada pozo (figura 15), que evoluciona en forma de curva gaussiana, para alcanzar un pico máximo coincidente con el momento en que el coste de extracción es mínimo, para luego ir descendiendo al tiempo que aumentan los costes de extracción.
Pero Hubbert dedujo también que, si ese era el comportamiento de un pozo individual, el comportamiento de un conjunto de pozos distribuidos aleatoriamente por la superficie de un país debía ser similar. Dedujo así su famosa curva que, aun siendo aceptada casi universalmente, puso al mundo a debatir sobre dónde estaba su famoso vértice, o lo que es lo mismo, el famoso pico de producción petrolera.
Richard C. Duncan y la teoría de Olduvai
A partir de las curvas de Hubert, Richard C. Duncan desarrolló su teoría de Olduvai.
Como ya hemos indicado, la teoría de Olduvai prevé que la duración de la civilización industrial actual, basada en el petróleo, dure unos cien años contados a partir de 1930, momento en que la curva de consumo alcanzó el 37% del pico petrolero máximo.
Según el propio Duncan, la curva de consumo de energía per capita es equiparable a la curva identificativa del nivel de vida de la población, y en ella podemos observar las siguientes fases:
- Entre 1945 y 1979, momento de máximo consumo per capita, la producción de petróleo creció a un ritmo del 3,45% anual.
- A partir de 1979, y por primera vez en la historia, la producción empezó a declinar a un ritmo del 0,33% hasta el 2012.
- En algún momento alrededor de 2012 se alcanzó la máxima producción absoluta mundial y, a partir de ese momento, la producción disminuirá a una tasa aproximada del 3,3% anual hasta alcanzar en 2030 una producción similar a la de 100 años antes.
Los primeros síntomas de la disminución de energía serán los apagones causados por caídas de tensión en las redes, apagones que irán seguidos por el racionamiento y la parálisis. Las grandes ciudades serán las primeras en sufrir el caos y la muerte, las más pequeñas podrán resistir algo más, pero sólo las poblaciones rurales podrán sobrevivir si antes la violencia no les ha barrido del mapa.
Aunque las fechas de Duncan no son compartidas por todos, sí lo son las ideas fundamentales. La caída será más rápida o más lenta, pero no por ello distinta.
Generalización de la teoría de Olduvai. El fin de los recursos
La teoría de Olduvai fue desarrollada pensando básicamente en el agotamiento del petróleo y, posteriormente, en el agotamiento de todos los combustibles fósiles. Pero esta teoría puede ser extendida a todos los productos que la humanidad obtiene de la naturaleza, y, muy especialmente, a aquellos que son imprescindibles para las nuevas tecnologías. Aunque algunos de los elementos necesarios están disponibles en abundancia, otros son tremendamente escasos y sus reservas están concentradas en unos pocos países. Su agotamiento pondrá a prueba nuestra capacidad de supervivencia.
Gaia vs. Olduvai
Durante la primera parte de este artículo, se ha analizado cómo los restos de la actividad humana están llevando a Gaia más allá de sus posibilidades de equilibrio y entrando en un terreno abonado para que Medea, su versión menos amable, asuma el protagonismo. Pero si Medea se retrasara en acabar con la civilización actual, siempre nos quedaría Olduvai, una teoría que describe cuidadosamente nuestro futuro: agotar los recursos que Gaia nos dio hasta convertirnos en unas pequeñas tribus de cazadores nómadas, con una población inferior al 10% de la actual. Y todo ello, claro está, si antes no decidimos acelerar el proceso por nuestros propios medios.
Según la mitología, Prometeo había advertido a Pandora de que no aceptara nunca obsequios de Zeus. Lo intentó, pero aquella caja era tan bonita… que no pudo resistirse. Al abrirla, se escaparon todos los males. Pero algo quedó en el fondo: la esperanza.
Decía Carl Sagan: “El mérito de una mente preclara está en defender lo que ve incluso frente a aquello en lo que cree”. Si de verdad podemos ver que Gaia somos nosotros mismos, y de aceptar que no podemos ser el cáncer que acabe con ella, entonces, y sólo entonces, como en la caja de Pandora, quedará un rayo de esperanza.
Alguien dijo que la Tierra pertenecía al viento…
No es verdad. La Tierra pertenece al futuro, a nuestros hijos, a los hijos de nuestros hijos…