Cisnes negros: el reto de lo desconocido

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Tierra y Tecnología nº 42 | Texto | José Luis González García, geólogo y analista de seguridad estratégica; vocal de riesgos naturales del Ilustre Colegio Oficial de Geólogos (jlgonzalez@icog.es)La proliferación de catástrofes complejas e imprevisibles podría requerir de nuevos enfoques para gestionar los riesgos.

¿Pudo evitarse el accidente de Fukushima? ¿Fue óptima la respuesta ante la emergencia? ¿Cómo se adoptaron las decisiones? Estas y otras cuestiones constituyen la base del informe que elaboró la comisión de investigación sobre el accidente nuclear de Japón del 11 de marzo de 2011. Las conclusiones fueron categóricas: aunque el terremoto y el tsunami (figura 1) que dispararon el accidente fueron eventos de gran magnitud, la catástrofe podría haberse evitado o, al menos, sus efectos podrían haberse mitigado mediante una respuesta más eficaz.

El informe de la comisión de investigación detalló multitud de errores humanos y negligencias, tanto desde el punto de vista preventivo como de la respuesta ante la emergencia. Responsabilizó al gobierno japonés, a la compañía operadora y a la agencia de regulación de las graves deficiencias en las medidas de seguridad y de no procurar la protección de la población aledaña a las plantas nucleares. También denunció que los reguladores y el propio operador eran conscientes del riesgo sísmico y del peligro de tsunami en los emplazamientos de las centrales nucleares. Sin embargo, no adoptaron las medidas adecuadas para prevenir una posible catástrofe. Por lo tanto, quedó demostrado que la gravedad del accidente fue acentuada por los errores cometidos en el proceso de gestión de la crisis.

Durante el accidente, los sistemas de gestión de emergencia no funcionaron conforme habían sido planificados. Se preveía la posibilidad de utilización de infraestructuras de transporte y comunicaciones. Pero el terremoto y el consiguiente tsunami debilitaron el funcionamiento de muchos sectores críticos, incluyendo algunos servicios esenciales para el control de la emergencia, como la prefectura de Fukushima. El fallo de los sistemas locales de respuesta fue la principal razón por la que se incrementó el papel de la oficina del primer ministro en la conducción de la crisis. Pero se produjeron errores importantes en la toma de decisiones. Por ejemplo, demoras inexcusables en la declaración de la situación de emergencia nuclear o la adjudicación de funciones operativas a la oficina del primer ministro que deberían haber correspondido a órganos especializados.

Además de la constatación de malas prácticas burocráticas también fue contundente la autocrítica hacia la sociedad civil japonesa. El Dr. Kurokawa, presidente de la comisión de investigación, señaló expresamente que las causas fundamentales de esta catástrofe están arraigadas en las convicciones de la cultura japonesa: obediencia abstraída, renuencia a cuestionar la autoridad, devoción por el apego hacia lo programado, sectarismo e insularidad.

No es baladí el papel que puede y debe jugar la sociedad civil ante los riesgos que nos acechan. La seguridad ha dejado de ser un asunto de los Estados para convertirse en una responsabilidad de todos. Por ello, es imprescindible y necesario el desarrollo de nuevas capacidades que fortalezcan la responsabilidad social en esta materia. En realidad, esta necesidad no es algo que pueda presentarse como novedosa. Ya existe, al menos en las sociedades occidentales, una profunda articulación entre la sociedad civil y el Estado en materia de seguridad medioambiental. Pero faltaría extender este compromiso al ámbito de los riesgos que, aún teniendo su origen en la naturaleza (terremotos, inundaciones, huracanes, etc.), son potenciados por efecto de la mano del hombre.

Hace tiempo que los riesgos denominados tradicionalmente “naturales” dejaron de tener este carácter. En la actualidad, los peligros de origen natural interactúan con otras amenazas y se transforman en riesgos de naturaleza mixta, tal como ocurrió en la secuencia del terremoto de Japón, tsunami y accidente de Fukushima. Por ello, tal vez debiera evitarse el uso del término “riesgo natural” y explorar una nueva nomenclatura que refleje la naturaleza múltiple de estos riesgos.

Proliferación de cisnes negros

Los signos de cambio que muestran los riesgos de hoy se deben a las transformaciones económicas, tecnológicas y sociales que se están produciendo. Las amenazas actuales, incluyendo aquellas que tienen un origen eminentemente físico, son menos previsibles que antes porque, tanto en la naturaleza como en el entorno económico y social, se incrementa la intervención humana. El resultado es una mayor incertidumbre, complejidad e interdependencia de los riesgos.

Nassim Taleb, profesor de la Universidad de Nueva York, denomina “cisnes negros” a los eventos que resultan de este tipo de interacciones. Un cisne negro (figura 2) es una alusión metafórica a sucesos que reúnen tres atributos: constituyen una rareza, pueden generar consecuencias extremas y son imprevisibles. La forma de explicarlos siempre es retrospectiva.

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¿Podría calificarse el accidente de Fukushima como un cisne negro? Desde una perspectiva rigurosa no sería correcto considerar a esta catástrofe como un cisne negro. Muchos geocientíficos conocían los registros geológicos e históricos de tsunamis y de terremotos de gran magnitud en la zona siniestrada. Era razonable considerar la posibilidad de que múltiples segmentos de la falla tectónica podrían desencadenar un seísmo mayor de lo previsto. Además, el propio informe de investigación sobre el accidente de Fukushima ha reconocido las posibilidades de previsión de esta catástrofe. Un cisne negro constituye por definición una incógnita desconocida (unknown unknowns). En el caso del terremoto de Japón y posterior tsunami estaríamos ante una incógnita conocida (unknown knowns). Taleb denomina a estos acontecimientos “eventos extremos modelizables”. También se ha vulgarizado el término metafórico “cisne gris” para referirse a todo suceso de baja probabilidad que sabemos que puede ocurrir y que podría tener un impacto significativo, pero supone una sorpresa. El futurista John Petersen utiliza la denominación de comodín (wild card) para reseñar este tipo de eventos.

La percepción social de los cisnes grises depende del nivel de conciencia colectiva y de la perspectiva del observador. A nivel académico conocemos la posibilidad de ocurrencia de muchos eventos extremos (megaterremotos, grandes erupciones volcánicas, tormentas solares, fallos sistémicos en el sistema financiero, pandemias, etc.). El problema es que existen limitaciones en la capacidad para transferir el conocimiento desde el nivel experto hacia los niveles político y social. En la práctica, para la mayoría de los ciudadanos e instituciones del poder político y económico, la catástrofe del terremoto de Japón fue un evento sorpresivo. Por lo tanto, tuvo características equiparables a las de un cisne negro.

La proliferación actual de eventos inesperados de gran impacto (crisis económica actual, primavera árabe, sucesos del 11-S, erupción del volcán Eyjafjayajökull, accidente de Fukushima, etc.), no depende únicamente de la magnitud de los peligros del mundo actual. También se debe a la fragilidad entrelazada que ha creado la globalización. Con apariencia de estabilidad, la globalización potencia los peligros y provoca sucesos devastadores en donde los riesgos adquieren nuevos matices de naturaleza impredecible (figura 3).

Es posible que en un futuro, la humanidad tenga que afrontar acontecimientos de gran impacto. No podemos determinar con exactitud a qué riesgos nos enfrentaremos. Pero sabemos que las catástrofes pueden adquirir una dimensión cada vez más global. Peligros tradicionales como las enfermedades epidémicas, terremotos, huracanes e inundaciones, siempre han tenido un carácter transfronterizo. Pero ahora aparecen nuevos signos de deslocalización. Los efectos de estos riesgos pueden perdurar en el tiempo e inducir otros dese­quilibrios. Así ha ocurrido en el caso del tsunami de Japón, en donde la elevada contaminación radiactiva y química que resultó del impacto de la catástrofe sobre la infraestructura industrial puede permanecer a lo largo de las generaciones.

Los cisnes negros susceptibles de generar consecuencias catastróficas de gran impacto representan un enorme desafío para la humanidad. Vivimos con la ilusión del orden, creyendo que la predicción y la planificación son posibles. Sin embargo, los cisnes negros nos recuerdan que nuestras previsiones suelen fallar.

En la actualidad nos hemos acostumbrado a planificar sobre lo conocido. Pero lo decisivo no es prepararnos únicamente frente a lo que sabemos, sino contra lo que no sabemos. Aunque ello represente un enorme desafío. No es fácil ni habitual tomar medidas ante sucesos que posiblemente ni siquiera sabemos que desconocemos. Una planificación rigurosa para hacer frente a posibles cisnes negros requeriría evaluar todos los escenarios posibles, incluso los más improbables. Sería una tarea ingente y probablemente infructuosa.

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¿Cómo podemos hacer frente a los cisnes grises y negros? En primer lugar, habría que reflexionar sobre el valor de ciertos estereotipos. Si los riesgos se han vuelto más complejos y difusos, ¿hasta qué punto tienen validez nuestros sistemas tradicionales de prospección, alerta y respuesta?

Frente a la complejidad de las nuevas amenazas, se necesitan planteamientos anticipatorios que tengan en cuenta una visión multidimensional de los problemas. Ello requiere de un modelo de seguridad que se nutra con más énfasis del conocimiento multidisciplinar. En general, la seguridad todavía está basada en planteamientos reactivos en lugar de preventivos. Es preciso dotarse de instrumentos que promuevan una seguridad sustanciada en métodos de análisis e interpretación.

Por otra parte, la seguridad en un mundo en el que proliferan los “cisnes negros” debería responder a esquemas más flexibles y cambiantes. Ya no sirven los protocolos de corte rígido, estáticos y con vocación de inmutabilidad. Por el contrario, se requieren modelos de respuesta adaptativos y descentralizados.

Enseñanzas de los sistemas naturales de seguridad

En la naturaleza, los sistemas de seguridad son mucho más dúctiles que en las organizaciones humanas. Son sistemas descentralizados que se adaptan mejor a las situaciones de peligro. Si nos fijamos en el pulpo (figura 4), vemos que, a pesar de tener un cuerpo sin espinas ni huesos (comida perfecta para muchos depredadores), ha podido desarrollar complejas defensas que le convierten en un maestro del camuflaje. Puede cambiar de forma y color para simular el entorno e, incluso, puede crear patrones de color cambiantes. También es capaz de escapar de los depredadores dejando una mancha de tinta o puede responder mediante determinadas posturas defensivas.

Los organismos en la naturaleza no tratan de eliminar el riesgo sino que aprenden a convivir en los entornos hostiles, adaptando sus estructuras y sus comportamientos. Según el paleobiólogo Geerat Vermeij, los organismos biológicos mejor adaptados son aquellos que evitan el control centralizado transfiriendo el control operativo a múltiples sensores independientes. Estos sensores observan continuamente el entorno y tienen capacidad para activar respuestas inmediatas ante los cambios ambientales o las amenazas.

Por el contrario, las respuestas de los sistemas de seguridad humana tienden a la centralización. En este sentido, un ejemplo notable ha sido la creación en Estados Unidos de una potente organización de seguridad que centralizó muchas de las funciones que realizaban diferentes departamentos en materia de seguridad interior. No obstante, este modelo ha sido incapaz de responder con eficiencia ante muchas situaciones críticas. Por ejemplo, fracasó claramente ante la multitud de los problemas que fueron surgiendo durante la catástrofe del huracán Katrina (figura 5).

A veces, los modelos de seguridad humana utilizan reglas que están presentes en la naturaleza. Raphael Sagarin, ecólogo marino de la Universidad de California en Los Ángeles, ha destacado la gran similitud de algunas exhibiciones de poder militar con los rituales de muchos organismos biológicos. Por ejemplo, los cangrejos violinistas machos compiten entre sí agitando sus enormes pinzas. Es un ejemplo de estrategia evolutiva similar a la que utilizaban las grandes superpotencias durante la Guerra Fría. Tanto el ser humano como los cangrejos logran mantener el equilibrio disuasorio al exhibir sus poderosas armas de destrucción mutua.

La proliferación de eventos complejos e imprevisibles en el mundo de hoy requiere la búsqueda de nuevos enfoques en la gestión de los riesgos. En mi opinión, los modelos de seguridad humana son francamente mejorables. Quizá, debemos esforzarnos en aprender de la naturaleza. Los organismos biológicos han so­­brevivido durante miles de millones de años. Lo han hecho en un mundo repleto de riesgos, sin planificación, adaptándose y perfeccionando sus respuestas evolutivas ante amenazas complejas.

Una de las mejores formas de aprender a convivir con los cisnes grises y negros es analizar cómo se organiza la naturaleza y comprender cómo la vida se ha diversificado en un planeta en riesgo e impredecible.

Bibliografía

Great Vermeij, G. (1987). Evolution and Escalation: An Ecological History of Life. Princeton University Press.

Petersen, J. (1997). Out of the Blue. Wild Cards and Other Big Future Surprise. The Arlington Institute.

Sagarin, R. (2003). Adapt or Die. Foreign Policy, núm. del 1 de septiembre.

Taleb, N.N. (2008). El Cisne Negro. El Impacto de lo Altamente Improbable. Paidós.