Tierra y Tecnología nº 52 | http://dx.doi.org/10.21028/bmg2018.09.10 | Autora: Blanca Martínez-García, licenciada (2006) y doctora (2012) en geología por la Universidad del País Vasco. Actualmente soy miembro activo del Departamento de Geología de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, vocal de la Sociedad Geológica de España y una de las coordinadoras de la Comisión de Mujeres y Geología de la SGE. Especialista en reconstrucciones paleoambientales de medios acuáticos cuaternarios y miocenos empleando microfósiles. Siempre comprometida con la divulgación de la geología, me encanta innovar y buscar nuevas fuentes de inspiración. Colegiada número 7556. Email: cyclocypris.ovum@gmail.com Twitter: @BlancaMG4


 

Cuando nos preguntamos por la relación entre literatura y geología, siempre pensamos en nuestra ciencia como una mera herramienta literaria para hacer descripciones del lugar en el que ocurre la trama de la obra. El uso de términos geológicos cuyo significado conoce todo el mundo, tales como bahía, marisma, montaña o lago, hace que los lectores nos sumerjamos en dicha obra y nos metamos en el papel del protagonista de la misma. Sin embargo, ha habido autores que, en sus creaciones literarias, le han dado ese protagonismo directamente a la geología y de una manera realmente sorprendente. Pero vamos a empezar esta historia con un evento geológico real, que es como debe comenzar toda obra de ciencia ficción.

1816, el año sin verano

En abril de 1815 entró en erupción el volcán Tambora, localizado en la isla de Sumbawa, en Indonesia. Esta erupción ultrapliniana tuvo un índice de explosividad volcánica (IEV) 7, lo que la convierte en la más explosiva registrada en la historia reciente. Expulsó toneladas de ceniza y gases volcánicos que rápidamente cubrieron la atmósfera, provocando una disminución generalizada de las temperaturas en el Hemisferio Norte y la consecuente pérdida de cosechas, que a comienzos del s. XIX implicaba inevitablemente hambrunas y enfermedades. Así que, a los miles de muertes directas provocadas por los flujos piroclásticos, la lava y los tsunamis generados por la propia erupción, hay que sumar otros miles más debido a esa escasez de alimentos. Tal fue la afectación climática asociada a esta erupción volcánica que a 1816 se le conoce como “el año sin verano”.

Recreación de la erupción del volcán Tambora en 1815, realizada por Greg Harlin y Wood Ronsaville Harlin para la revista Smithsonian magazine. Imagen Smithsonianmag.com

Pero cuando se acerca el invierno se agudiza el ingenio. En junio de ese año sin verano de 1816, George Gordon Byron, más conocido como Lord Byron, invitó a varios amigos a pasar unos días en una casa victoriana a los pies de un lago suizo, entre los que se encontraba Mary Wollstonecraft Godwin, más tarde conocida como Mary Shelley. Rodeados por ese clima frío y húmedo, con tantas muertes y enfermedades, y algo envalentonados por el alcohol y el láudano, a Byron se le ocurrió hacer una apuesta con el resto para ver quién sería capaz de escribir la historia más terrorífica en esos días. Así vio la luz Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley. Había nacido la ciencia ficción, incubada por una erupción volcánica. Y es en este género donde una serie de escritores decidieron emplear su obra como medio de divulgación del conocimiento científico de la época, incluida la geología. Curiosa relación a modo de homenaje.

Renovando la novela gótica

En 1809, en Boston (Estados Unidos), nació Edgar Allan Poe. Tuvo una infancia desdichada, ya que a los cuatro años se quedó huérfano, siendo acogido por el matrimonio Allan y adoptando así su apellido. En 1815, la familia viajó a Escocia debido a negocios y en 1816 se trasladaron a Londres. El viaje en barco atravesando el Atlántico no supuso un buen recuerdo para un niño pequeño que nunca había dejado de pisar tierra firme, pero lo que realmente traumatizó a Poe durante toda su vida fue ver pequeños icebergs libres en las costas inglesas, generados al norte de las Islas Británicas fruto de la bajada de temperaturas producida por la erupción del volcán Tambora.

Poe quiso intentar vivir de la escritura, teniendo como influencia a Byron y otros escritores góticos de finales del s. XVIII y comienzos del s. XIX. Sin embargo, decidió renovar esa literatura gótica y de terror al más puro estilo de Mary Shelley, añadiendo una base científica a muchas de sus historias, convirtiendo sus relatos en herramientas de divulgación de la ciencia para el público en general. Y aunque tenía predilección por la astronomía y las matemáticas, no se olvidó de la geología.

Fotograma de la película Remando al viento (Gonzalo Suárez, 1987), donde la actriz Lizzy McInnerny interpreta a Mary Shelley, que recrea la reunión de Lord Byron y sus amigos en Suiza en 1816.

Un ejemplo de la presencia de la geología en la obra literaria de Poe lo encontramos en el relato satírico Algunos episodios de la vida de un hombre de moda (Lionizing, 1835). En esta obra, el autor junta en una cena a varios personajes que destacan por alguna particularidad, y uno de esos personajes es un geólogo que se dedica a hablar sobre tipos de minerales y rocas, utilizando términos como esquisto, chorlo, pudinga o amatista. Esta preferencia de Poe sobre el tema a tratar por su personaje no es casualidad, ya que nos encontramos en pleno apogeo de la realización de los primeros mapas geológicos en Europa y Norteamérica, no sólo con un objetivo científico, sino también económico para las grandes potencias mundiales de la época. Así que, realmente, la petrología y la mineralogía eran temas que estaban de moda durante la primera mitad del s. XIX.

Pero también en su única novela larga, La Narración de Arthur Gordon Pym (The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket, 1838), Poe se acuerda de la geología. Esta obra trata de un joven norteamericano que se escapa de casa para ser marinero y, después de mil pesares, termina enrolado en una expedición a la Antártida. Poe escribió esta novela fruto del trauma infantil que sufrió en el viaje que realizó de niño desde Norteamérica hasta Escocia y, especialmente, afectado por el recuerdo de ver los pequeños icebergs libres en las costas inglesas en 1816. Pero volvamos a la parte científica de la historia. En aquella época aún se desconocía si la Antártida era un único continente helado o una serie de islas aisladas, así que el autor pudo dejar volar su imaginación e inventarse la geología de esta tierra inexplorada. Y Poe se la imagina como una mezcla de rocas ígneas, principalmente granito, y sedimentarias, destacando las margas negras, con unas propiedades y una estratificación nunca vistas en ninguna otra parte de nuestro planeta.

Daguerrotipo de Edgar Allan Poe, obtenido por W. S. Hartshorn en 1848, y portada de la primera edición de La Narración de Arthur Gordon Pym (The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket, 1838). Imágenes tomadas de https://commons.wikimedia.org/

El nacimiento de la Ciencia Ficción Moderna

Jules Gabriel Verne nació en Nantes (Francia) en 1828. Aunque su padre quería que fuese abogado, desde muy joven decidió vivir de la escritura. Admiraba públicamente a Poe, pero se alejó de la literatura gótica decantándose por la novela de aventuras, pero manteniendo una potente base científica en todas sus obras ya que, desde niño, demostró una curiosidad casi enfermiza, dedicándose durante toda su vida a coleccionar artículos y libros científicos. Por esta razón es considerado como uno de los padres de la ciencia ficción moderna junto a Herbert George Wells. Tal era su obsesión por el conocimiento científico que quiso convertir sus novelas en herramientas de divulgación científica para el público en general, llegando a escribir algunas obras que se pueden considerar como auténticos manuales científicos de la época. Y sin olvidarse de la geología, claro.

Una de las novelas de Verne en las que la geología cobra protagonismo es La esfinge de los hielos (Le sphinx des glaces, 1897). Esta obra trata sobre un geólogo que se encuentra estudiando la geología de las Islas Kerguelen, en el Sur del Océano Índico, y acaba enrolado en una expedición a la Antártida. Según Verne, todos estos terrenos son rocas de origen ígneo, empleando para su descripción términos como lavas endurecidas, escorias polvorientas o cráteres extinguidos.

Sin embargo, el manual de geología por excelencia de Verne es Viaje al centro de la Tierra (Voyage au centre de la Terre, 1864), ya que en esta obra recoge todo el conocimiento geológico del s. XIX. Describe las aventuras vividas por un profesor de mineralogía alemán y su sobrino, a la par que pupilo, cuando deciden emprender un descenso hacia el centro de nuestro planeta. Una de las primeras ideas geológicas que presenta Verne en la novela trata sobre la posibilidad de alcanzar el centro de la Tierra, confrontando las dos hipótesis imperantes en la época. Por un lado, si la temperatura aumenta según se incrementa la profundidad, el centro de la Tierra debería encontrarse en estado gaseoso. Por el contrario, si el planeta se ha enfriado desde el interior hacia el exterior, su centro estaría en estado sólido y se podrían encontrar aberturas y cuevas que lo atravesasen de parte a parte. Para sustentar esta última hipótesis, Verne hace que su protagonista experimente con el enfriamiento de esferas metálicas, al más puro estilo del Conde de Buffon. Alude también al enfrentamiento entre la hipótesis neptunista de Abraham Werner y la plutonista de James Hutton referentes al origen y formación de las rocas, describiendo que la corteza continental está formada por granito como la roca primordial, sobre la que se encuentran tres capas formadas por esquistos, geniss y micaesquistos. Así mismo describe la hipótesis contraccionista de los geosinclinales de James Dana, basada en movimientos verticales de la corteza elástica, para explicar la formación de las montañas y ciertos hundimientos de terrenos sedimentarios hacia el interior de la Tierra. Igualmente opone el catastrofismo de Georges Cuvier al uniformismo y actualismo de Charles Lyell, describiendo de manera detallada la tabla cronoestratigráfica de finales del s. XIX, citando todos los periodos geológicos conocidos, así como los tipos de rocas y los fósiles que los caracterizaban, en clara alusión a un incremento en la diversidad y complejidad biológica desde tiempos más antiguos hacia más modernos. Pero éste no es el único guiño a la evolución planteada por Darwin apenas seis años antes. Porque una cosa que sorprende leer en varias partes de la obra de Verne son numerosas referencias al diluvio, a la creación o a los siglos de historia natural. Pero esas alusiones religiosas desaparecen cuando el autor hace referencia al hombre cuaternario. Era la época en la que se estaban descubriendo numerosos yacimientos de homínidos primitivos que hacían plantearse a los paleoantropólogos una edad más remota para el origen de nuestra especie. Y es en esta parte el único lugar de toda la obra donde Verne cita una edad, cien mil años de existencia para la raza humana.

Fotografía de Jules Gabriel Verne, tomada por F. Nadar probablemente en 1878, y grabado de É. Riou realizado para la primera edición de Viaje al centro de la Tierra (Voyage au centre de la Terre, 1864). Imágenes tomadas de https://commons.wikimedia.org/

La mitología del horror cósmico

En 1890 nació en Providence (Estados Unidos) Howard Phillips Lovecraft. Aunque fue un niño precoz en lo relativo a la escritura, realmente se planteaba escribir más por placer que para vivir de la producción literaria. Al igual que Verne, Lovecraft también era un auténtico admirador de Poe y otros escritores góticos, que influyeron radicalmente en su manera de escribir. E igualmente se decantó por mostrar el conocimiento científico de la época en sus obras. Y Lovecraft sí que tenía bastante preferencia por la geología.

Una de las obras en las que tiene protagonismo la geología es El color surgido del espacio (The Colour Out of Space, 1927). Este relato trata sobre un extraño meteorito que cae en una granja de un pequeño pueblo de Estados Unidos y un grupo de investigadores de la universidad se acercan a coger muestras y estudiarlo. Así, Lovecraft describe, como si se tratase del apartado de metodología de una publicación científica del ámbito de la geología, todos los análisis físico-químicos que realizan sobre la muestra, desde calentarla al carbón hasta atacarla con ácido clorhídrico o amoniaco.

Pero es en la novela En las Montañas de la Locura (At the Mountains of Madness, 1936) donde se observa la mayor influencia de la geología en la obra de Lovecraft. Trata sobre un geólogo que dirige una expedición científica a la Antártida con el objetivo de estudiar su origen y evolución geológica. Y Lovecraft lo plantea como una actualización del manual de geología de Verne, Viaje al centro de la Tierra, que incluya los últimos avances científicos desde finales del s. XIX hasta comienzo del s. XX. Así, Lovecraft aprovecha para completar la tabla cronoestratigráfica relatada por Verne, incluyendo nuevos periodos geológicos y restos fósiles a modo de listado paleontológico. También define las rocas metamórficas utilizando la formación de la pizarra a modo de ejemplo. Aunque estas rocas ya fueron citadas por Hutton y Lyell en sus tratados de geología, no fue hasta finales del s. XIX cuando se conocieron en profundidad los procesos de metamorfismo, por lo que Verne no nombraba este tipo de rocas e incluía los gneiss o los esquistos dentro de las rocas ígneas. Así mismo, Lovecraft emplea el registro fósil como evidencia de una evolución biológica cada vez más compleja hacia momentos más modernos, pero con ciclos de extinciones y radiaciones posteriores. Destaca también la edad aceptada por Lovecraft para las formas de vida más antiguas, datándolas entre quinientos y mil millones de años. Durante el s. XIX imperaban los cálculos de Lord Kelvin, que aportaban una edad para la Tierra de entre veintiséis y cien millones de años, pero cerca del cambio de siglo, el descubrimiento de la radioactividad por Henri Becquerel y su mayor conocimiento a partir de los estudios de Pierre y Marie Curie, permitieron ampliar esta edad a varios miles de millones de años, tal y como postulaban muchos geólogos como Lyell. Así que Lovecraft estaba actualizado en cuanto a los últimos métodos de datación radiométrica. Incluso asume como una certeza científica que en otros tiempos en la Antártida imperaba un clima tropical y no fue hasta hace unos quinientos mil años que no se cubrió de hielo. Y la última hipótesis de la que se hace eco Lovecraft es la deriva continental de Alfred Wegener, precursora de la teoría de la tectónica de placas definida en los años sesenta del s. XX.

Fotografía de Howard Phillips Lovecraft, realizada por L. B. Truesdell en 1934, y portada del número de febrero de la revista Astounding Stories, donde se publicó En las Montañas de la Locura (At the Mountains of Madness, 1936) dividida en tres partes. Imágenes tomadas de https://commons.wikimedia.org/ y https://en.wikipedia.org/, respectivamente.

Lo que la geología ha unido

En este pequeño repaso a la producción literaria de estos tres grandes maestros de la literatura fantástica ha quedado patente que la geología es un tema recurrente en sus obras. Pero no es la única temática que ha sido su fuente de inspiración. Los tres parecían tener una curiosidad desmedida por la evolución temporal y la naturaleza geológica de la Antártida.

Esto se debe a que Poe concibió La Narración de Arthur Gordon Pym como si fuese una transcripción del diario del protagonista, pero dejó la novela sin final aludiendo a que se habían perdido las dos últimas entradas de dicho diario. Cuando Verne leyó la obra quedó fascinado y se obsesionó con escribir una segunda parte para darle un final científico. Así fue como nació La esfinge de los hielos, en donde queda patente que estamos ante una continuación de la obra original de Poe. Y el final imaginado por Verne también es muy geológico, ya que alude al magnetismo terrestre. Algo parecido le sucedió a Lovecraft, que también admiraba la novela de Poe y quiso aportar su propio final, en este caso desde una visión de terror cósmico. Escribió de esta manera En las Montañas de la Locura, que incluye numerosas referencias a la novela original de Poe. Pero no hay que olvidar que Poe escribió La Narración de Arthur Gordon Pym fruto de ese trauma infantil sufrido por el viaje en barco por el Atlántico y, especialmente, por la visión de pequeños icebergs en las costas inglesas en 1816, producidos por la bajada generalizada de las temperaturas tras la erupción del volcán Tambora ocurrida un año antes.

Parece que fue un evento geológico natural, una erupción volcánica en una isla de Indonesia, la que germinó la semilla de la literatura fantástica tal y como la conocemos hoy en día. El cambio social y de mentalidad sufrido tras las consecuencias climáticas asociadas a dicha erupción produjo una revolución en la literatura gótica de Mary Shelley que repercutió en Edgar Allan Poe. Y este autor ha influido en generaciones de autores posteriores que se han decantado por mezclar una base científica actualizada con una magnífica ficción literaria, entre los que podemos citar a Jules Gabriel Verne, Howard Phillips Lovecraft, Herbert George Wells, Edgar Rice Burroughs, Isaac Asimov, Arthur Charles Clarke o Michael Crichton. Probablemente, sin la erupción del volcán Tambora en 1815 no tendríamos todos los géneros y subgéneros de literatura fantástica que conocemos hoy en día.

Y aunque también nos parezca increíble, empleando únicamente algunas de las obras de tres grandes maestros de la literatura fantástica, Poe, Verne y Lovecraft, es posible preparar una clase sobre la evolución histórica de la geología durante más de un siglo. ¿Aún nos preguntamos cuál es la relación entre literatura y geología?

Bibliografía:

  • Lovecraft, H.P. 1927. The Colour Out of Space. Amazing Stories, 2 (6).
  • Lovecraft, H.P. 1936. At the Mountains of Madness. Astounding Stories, 2-4.
  • Poe, E.A. 1835. Lionizing: A Tale. Southern Literary Messenger, Richmond.
  • Poe, E.A. 1838. The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket. Harper & Brothers, Nueva York.
  • Verne, J.G. 1864. Voyage au centre de la Terre. Pierre-Jules Hetzel, París.
  • Verne, J.G. 1897. Le sphinx des glaces. Pierre-Jules Hetzel, París.