El debate interdisciplinar entre finalismo y contingentismo en la evolución biológica: en el centenario del nacimiento del Dr. Emiliano Aguirre (1925-2025)

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Leandro Sequeiros (lsequeiros42@gmail.com. Presidente de ASINJA, Asociación Interdisciplinar José de Acosta)

Uno de los problemas interdisciplinares en las Ciencias de la Tierra y en las Ciencias de la Vida es este: supuesto el hecho científico de la evolución del planeta Tierra, de las especies biológicas y del universo, ¿este proceso es finalista o es contingentista? Es decir, ¿la realidad material —las rocas, los mares, la atmósfera, los seres vivos actuales o pasados— ha estado “diseñada” para evolucionar desde su aparición hace 4.500 millones de años, desde los organismos más simples hasta los seres humanos, o más bien somos todos, incluidos los seres vivos, la consecuencia de una casualidad (no digamos azar) de carácter contingente?

Tal vez a los geólogos de mente estrecha y cientificista estas preguntas les suenen a metafísica de ociosos. Pero este problema interdisciplinar tiene implicaciones científicas (cuáles son los procesos evolutivos), implicaciones filosóficas (cómo explicar epistemológicamente el cambio biológico), implicaciones éticas (cómo surgen las responsabilidades morales) e implicaciones teológicas (cómo explicar la creación divina del mundo).

Desde el punto de vista de la historia de las Ciencias de la Tierra y de la Vida, los modelos creacionistas, vitalistas, materialistas, emergentistas, finalistas y contingentistas crearon desde el siglo XVIII disputas violentas entre científicos, filósofos y teólogos. Las obras de Jean-Baptiste Lamarck tuvieron buena acogida entre los naturalistas creyentes de la primera mitad del siglo XIX. Pero las disputas se acentuaron en 1859 con la publicación de El origen de las especies, la polémica obra del naturalista Charles Robert Darwin, que ofrecía una explicación “laica” y contingentista, sin la necesidad de la intervención de Dios.

Precisamente, en el año 1959, con ocasión del centenario de la publicación de esta obra interdisciplinar básica para la moderna biología, tuvo lugar en la Universidad de Madrid una sesión científica que supuso la consagración de la introducción de la evolución biológica en España, muy mal vista en ese momento por los poderes religiosos y políticos. Este es el momento en el que el profesor Emiliano Aguirre Enríquez (Ferrol, 5 de octubre de 1925), entonces jesuita y joven paleontólogo español, tuvo un papel interdisciplinar destacado.

Con ocasión del centenario de su nacimiento el 5 de octubre de 1925, un grupo de amigos y antiguos discípulos está celebrando desde 2024 el llamado “Año Aguirre” para recuperar su memoria. Emiliano Aguirre recibió en 1997 el Premio Príncipe de Asturias a la Investigación Científica y Técnica. Fue durante años director del Proyecto Atapuerca, que tanto ha contribuido al conocimiento de la evolución humana.

Pero tuvo en vida otras distinciones: en 1998 recibió el Premio de Castilla y León en Ciencias Sociales y Humanidades; en 1999 se le concedió la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo; en 2000 recibió el Doctorado honoris causa por la Universidad de La Coruña, y ese mismo año fue nombrado Académico numerario de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de España.

En 2007 recibió el Doctorado honoris causa por la Universidad de Burgos y en 2011 el Premio “Evolución” de la Fundación Atapuerca, en sus dos categorías: «Valores humanos» y «Labor científica».

Su principal aportación a la paleoantropología es el inicio del estudio de los yacimientos pleistocenos de la sierra de Atapuerca, cuyas excavaciones dirigió desde 1978 hasta su jubilación en 1990. Tras una extensa y densa carrera científica e intelectual, Emiliano Aguirre falleció con 96 años el 11 de octubre de 2021.

A lo largo de su carrera científica dirigió las tesis doctorales de cerca de treinta investigadores en paleontología de vertebrados, micropaleontología, antropología, geomorfología, paleoecología del Neógeno, del Cuaternario y paleoecología humana.

En 1966 —unos años después de su intervención en la sesión científica en memoria de Darwin, de la que hablaremos— se publicó el libro La evolución por la Editorial Católica, en su colección Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), que supuso un auténtico hito para la difusión social de las ideas evolucionistas en España.

La obra estaba codirigida por los paleontólogos Miquel Crusafont, Bermudo Meléndez y Emiliano Aguirre, y contaba con artículos que abarcaban la evolución biológica desde muy diferentes enfoques, incluyendo las ideas dirigistas ortogenéticas de Crusafont, pero, sobre todo, exponía la teoría sintética, asumida por la mayoría de los autores, entre los que se encontraban Ramón Margalef, Antonio Prevosti, Salustio y Rafael Alvarado, Francisco Bernis o José Antonio Valverde. Según el paleontólogo José Luis Sanz (2006), refiriéndose a esta obra: «A la paleontología evolutiva española le costó un poco más que al resto de las disciplinas evolucionistas entrar en la modernidad. Finalmente lo hizo, de la mano de Emiliano Aguirre».

Para el profesor Paul Palmqvist [2017: “Los antecedentes del libro de La evolución en la paleontología española”. E-Volución, SESBE, volumen 12 (1), págs. 11-24], “La paleontología española jugó un papel destacado en el libro La evolución, cuya primera edición se publicó en 1966, pues no solo su codirección recayó en tres paleontólogos —Miquel Crusafont, Bermudo Meléndez y Emiliano Aguirre—, sino que más de un tercio de los artículos que componen la obra los redactaron autores procedentes de esta disciplina”.

Emiliano Aguirre, ¿finalista o contingentista?

Emiliano Aguirre, en sus últimos años, no se cansaba de repetir e insistir a sus amigos que él no era finalista, como aparecía en los escritos de su maestro Miquel Crusafont Pairó, quien creía en una ortogénesis de fondo que empujaba hacia una deriva progresiva, siguiendo a Pierre Teilhard de Chardin.

Para responder a la pregunta de si Emiliano Aguirre era finalista (cosa que en su madurez siempre negaba), o bien sostenía una postura más contingentista, cercana a la “teoría sintética” (neo-darwinista) de G. G. Simpson, hemos de dar algunas pinceladas sobre la compleja recepción de las ideas evolucionistas en la biología, geología y paleontología españolas durante los años de la dictadura nacional-católica, entre las décadas de 1940 a 1960.

El trabajo del profesor Francisco Blázquez Paniagua —“La recepción del darwinismo en la universidad española (1939-1999)”, publicado en 2009 en el Anuario de Historia de la Iglesia, número 18, págs. 55-68— puede arrojar luz sobre este proceso. Desde este punto de vista, para entender a Emiliano Aguirre hay que comprender el contexto intelectual en el que se movió.

Por eso es clave acudir al texto “Problemática paleontológica y selección natural”, que reproduce —incluido el debate final— la ponencia de Emiliano Aguirre en el “Coloquio sobre la Evolución Biológica”, organizado por el profesor Rafael Alvarado en la Universidad de Madrid en 1959, con ocasión del centenario de El origen de las especies por selección natural de Charles Darwin (1859).

La necesidad de buscar un acuerdo entre evolución y fe católica, tal como lo han estudiado expertos como el profesor Francisco Pelayo, llevó a algunos naturalistas progresistas a postular ideas finalistas. Según estas, el plan de Dios sobre la naturaleza implicaba la existencia de una fuerza interior (puesta por Dios) en los seres vivos que los impulsaba a alcanzar una mayor perfección.

El libro del padre Simón, inspirado en la Teología Natural de William Paley (1802), reforzaba la idea de que «a Dios se llega por la ciencia» y que «los cielos proclaman la gloria de Dios». En esta línea se situaban, a comienzos del siglo XX, los geólogos y teólogos del Seminario de Barcelona (como Jaime de Almera) y los jesuitas del laboratorio químico de Sarriá (como Jaime Pujiula). El finalismo funcionaba como un “deus ex machina” que aquietaba las conciencias de los católicos fervorosos implicados en la ciencia.

Un acontecimiento decisivo para el auge del finalismo en España fue la difusión del pensamiento del jesuita y paleontólogo Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955). Su pensamiento, que sufrió censuras eclesiásticas en vida, se difundió tras su muerte a través de obras que ofrecían una síntesis entre ciencia y religión, con una visión mística y organicista del universo. En ella, el ser humano representaba el último tramo de un proceso evolutivo ascendente, cuya dimensión espiritual continuaría hasta alcanzar la convergencia con Dios o “punto omega”.

En España, especialmente en ambientes universitarios abiertos al pensamiento geobiológico, las ideas de Teilhard fueron difundidas con entusiasmo por Miquel Crusafont (1910-1983), su principal divulgador. Entre 1957 y 1959, la editorial Taurus publicó, por impulso de Crusafont, la traducción de sus ensayos filosóficos y espirituales. Durante los años sesenta, estas obras conocieron múltiples ediciones, junto con otras sobre su vida y pensamiento, como Evolución y ascensión (Crusafont, Taurus, 1960) o El hombre en la cumbre del proceso evolutivo (Crusafont, Jaume Truyols y Emiliano Aguirre, Junta de Cultura de Vizcaya, 1961).

La cosmovisión teísta-finalista teilhardiana alimentó la sensibilidad científica y religiosa de muchos hombres y mujeres en aquellos años, como atestiguan las numerosas reediciones de sus obras.

Charles Darwin en el mundo universitario en la España de los cincuenta.

La memoria del centenario de El origen de las especies por la selección natural, de Charles Robert Darwin (1859), fue acogida con entusiasmo por universitarios, científicos e intelectuales, a pesar de la influencia de Teilhard de Chardin entre los paleontólogos españoles.

Tal vez el grupo más resistente al darwinismo —al que veían como enemigo de la fe religiosa— y más aferrado a la alternativa finalista fue el de Sabadell, impulsado por Miquel Crusafont.

Pese a ello, el pensamiento darwinista comenzó a ser rescatado en los años cincuenta y, hacia el final de esa década, Darwin y el darwinismo fueron reconocidos por un amplio grupo de biólogos españoles de diversas universidades, que participaron en actos y publicaciones conmemorativas del centenario de la publicación de El origen de las especies (1859).

Entre las obras de conjunto más relevantes se encuentra el volumen monográfico de la Revista de la Universidad de Madrid, titulado «La teoría de la evolución a los cien años de la obra de Darwin» [números 29, 30 y 31 (1959)]. Este volumen fue dirigido por el catedrático de invertebrados Rafael Alvarado (1924–2001) y reunió colaboraciones de una quincena de autores. La reivindicación del pensamiento darwinista en esta obra fue notable. Como afirmó el propio Alvarado, Newton y Darwin «habían cambiado el curso del pensamiento de la humanidad», y este último «nos hizo ver que el proceso de selección encarrilaba el desarrollo del mundo viviente».

Un hecho especialmente relevante en la difusión de la teoría darwinista en la segunda mitad de los años cincuenta fue la traducción de varias obras fundamentales de la teoría sintética por el bioquímico Faustino Cordón (1909–1999). Salvo alguna traducción sudamericana, no existía hasta entonces ninguna obra en español de los autores que dieron forma a la síntesis evolucionista. Destacan:

  • Theodosius Dobzhansky, Genética y el origen de las especies, Revista de Occidente, Madrid, 1955 — considerada la obra fundamental que abrió el camino a la síntesis evolucionista.
  • Julian Huxley et al., El proceso de toda evolución biológica, Revista de Occidente, Madrid, 1958.

Aunque Cordón desarrolló su carrera en la industria farmacéutica —al margen de la universidad debido a su pasado republicano y su vinculación al Partido Comunista—, escribió obras originales sobre biología evolutiva, tradujo otras durante los años sesenta y, a finales de los setenta, fundó la Fundación para la Investigación sobre la Biología Evolucionista (1979).

Entre sus aportaciones originales destacan:

  • Introducción al origen y evolución de la vida, Taurus, Madrid, 1958.
  • La evolución conjunta de los animales y su medio, Península, Barcelona, 1966.
  • La alimentación, base de la biología evolucionista, Alfaguara, Madrid, 1978.
  • Tratado evolucionista de biología, Anthropos, Barcelona, 1994.

Entre las traducciones realizadas por Cordón en los años sesenta figuran:

  • George G. Simpson, La vida en el pasado. Una introducción a la Paleontología, Alianza, Madrid, 1967.
  • Ernst Mayr, Especies animales y evolución, Ariel, Barcelona, 1963.

A finales de esa década, en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Madrid, existía ya una perspectiva evolucionista —en algunos casos finalista y teísta— en diversas asignaturas de las secciones de Biológicas y Geológicas. Destacaban, además de las del propio Alvarado y Bermudo Meléndez, las clases impartidas por Emilio Guinea López (1907–1985), Carlos Crespo Gil-Delgado y José Pérez de Barradas (1890–1980). Incluso el primer curso o «selectivo» incluía el tema Filogenia en el programa de Biología, como consta en el Anuario de la Facultad de Ciencias, Universidad de Madrid, Curso 1959–1960.

De forma análoga, en la Universidad de Barcelona, la perspectiva evolucionista (y darwinista) estaba claramente presente en figuras como el genetista y ecólogo Ramón Margalef (1919–2004) y el genetista Antonio Prevosti (n. 1919), quien en el curso 1963–1964 incorporó una asignatura optativa titulada Evolución.

Los Cursillos Internacionales de Paleontología de Sabadell desde 1951

Con la autorización del profesor Paul Palmqvist, reproduzco el excelente resumen que hace sobre la influencia que ejercieron la figura de Miquel Crusafont y los Cursos de Sabadell en la trayectoria de Emiliano Aguirre.

Durante el verano de 1952 tuvo lugar la celebración de un “Cursillo Internacional de Paleontología” en el Museo de Sabadell, al que seguirían tres ediciones más con la misma denominación y periodicidad bienal. Crusafont era bien conocido en los ambientes de la paleontología francesa e italiana como fuerte defensor de posturas vitalistas y finalistas, y por ello, muchos de los invitados a estos encuentros compartían dicha orientación, con el propósito de “remachar” sus hipótesis ortogenéticas.

La organización de estos eventos recayó en las dos figuras preeminentes de la paleontología catalana: Miquel Crusafont y Villalta, encargándose de la secretaría Jaume Truyols, un joven y prometedor colaborador del primero por aquel entonces. Según relata este último, resulta difícil imaginar hoy cómo lograron sus organizadores llevar a cabo ciclos de conferencias de carácter marcadamente internacional en la España aislada de la posguerra, sin fotocopias y con un acceso extremadamente limitado a libros o separatas científicas (Truyols, 2004).
[Truyols, J. 2004. “Los Cursillos Internacionales de Paleontología de Sabadell (1952–1958) en el desarrollo de la Paleomastología de España”. Zona Arqueológica, 4(2), 616–623].

A pesar de estas dificultades, los cursillos fueron todo un éxito. Ya en el primero se inscribieron 60 participantes, lo que permitió no solo difundir el conocimiento sobre los principales yacimientos fósiles de la región (especialmente de la cuenca del Vallès-Penedès, donde se asienta Sabadell) y sus series estratigráficas, sino también presentar y debatir las ideas que se estaban generando en España sobre la paleontología y la filogenia de los mamíferos.

El cartel de personalidades científicas que acudieron a estos encuentros es impresionante, avalando la calidad científica de sus organizadores. Entre ellos se encontraban:

  • Jean Piveteau (Universidad de la Sorbona), autor del Traité de Paléontologie,
  • Bermudo Meléndez (Universidad Complutense de Madrid),
  • Jean Viret (Museo de Historia Natural de Lyon),
  • Johannes Hürzeler (Museo de Basilea),
  • Piero Leonardi (Universidad de Ferrara),
  • G.H.R. von Koenigswald (Universidad de Utrecht e Instituto de Investigación de Senckenberg),
  • Frédéric M. Bergounioux (Universidad Católica de Toulouse),
  • Anthony J. Sutcliffe (Museo de Historia Natural de Londres),
  • Birger Bohlin (Universidad de Uppsala),
  • Björn Kurtén (Universidad de Helsinki),
  • Donald E. Savage (Universidad de Berkeley).

Algunas de las conferencias pronunciadas en estos cursillos, junto con contribuciones relacionadas con actividades paralelas —como la Primera Reunión del Terciario— se publicaron posteriormente en la serie Cursillos y Conferencias del Instituto Lucas Mallada.

Tal como relata el propio Truyols (2004), testigo directo de estos encuentros, se produjo en ellos un verdadero cambio de paradigma en la forma de interpretar la evolución geobiológica. Si bien en los dos primeros cursillos predominaban las posturas ortogenéticas y finalistas —sostenidas mayoritariamente por participantes franceses, italianos y españoles, bajo la evidente influencia de Teilhard de Chardin—, en los dos últimos, gracias a la incorporación de paleontólogos de formación anglosajona, la voz del neodarwinismo no finalista comenzó a imponerse con creciente firmeza.

Cabe recordar que ya existía un precedente en este tipo de debates: el primer encuentro sobre Paleontología y Evolución de París, organizado por Piveteau en 1947, donde se confrontaron las ideas ortogenéticas de las escuelas latina y angloamericana, representadas respectivamente por Teilhard de Chardin y George G. Simpson (Galleni, 2011).

Llegados a este punto, cabe preguntarse por las claves que permitieron atraer a Sabadell, en tan difíciles condiciones, a algunas de las figuras más prominentes de la paleontología europea. El prestigio de los organizadores fue, sin duda, determinante. Una de las bases de ese reconocimiento internacional fueron los estudios biométricos desarrollados por Crusafont y Truyols sobre los carnívoros fisípedos del Cenozoico. Estos trabajos, publicados en prestigiosas revistas como Evolution y Nature —en una época en que los méritos curriculares estaban lejos del actual sistema de sexenios— contribuyeron decisivamente a la proyección internacional de sus investigaciones y, por extensión, al éxito de los Cursillos de Sabadell.

El Coloquio sobre evolución biológica (diciembre de 1959)

Rafael Alvarado —quien solía repetir en clase: “como decimos papá, yo y otros sabios”— también presidió el acto conmemorativo más importante del centenario de El origen de las especies: el «Coloquio sobre evolución biológica» [Coloquio sobre evolución biológica, en Boletín de la Real Sociedad Española de Historia Natural, 60 (1962), pp. 150–266], organizado por Rafael Alvarado, Bermudo Meléndez, Emiliano Aguirre y el genetista Eugenio Ortiz (1919–1990), celebrado en diciembre de 1959 bajo el patrocinio del CSIC y de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Madrid.

En este valioso volumen se incluye el texto de la ponencia de Emiliano Aguirre, así como el extenso coloquio que tuvo lugar a continuación y que presentamos aquí.

El objetivo final del coloquio, en palabras de Rafael Alvarado y del colaborador del CSIC Joaquín Templado (1926–1992), fue “contribuir a precisar el alcance de la moderna teoría de la selección natural” y, al mismo tiempo, actualizar a los especialistas de las diferentes disciplinas biológicas. En esa reivindicación del nuevo darwinismo, Meléndez abandonó sus críticas a la teoría sintética que había sostenido durante la posguerra, afirmando que el proceso mutacional y la selección natural explicaban gran parte de los fenómenos evolutivos [Bermudo Meléndez, en Coloquio sobre evolución biológica, cit., p. 261].

La ponencia que más interés despertó por suscitar un debate entre finalismo y neodarwinismo fue precisamente la de Emiliano Aguirre, titulada “Problemática paleontológica y selección natural” [Aguirre, en Coloquio sobre evolución biológica, cit., pp. 177–192].

En ella, aunque afirmaba la existencia de una “gran Ortogénesis”, Aguirre evitaba las explicaciones sobrenaturales y reconocía el valor explicativo de la teoría sintética. Declaraba con claridad:

“Insisto en dudar de un finalismo de tipo vitalista, que me parece ingenuo como solución del problema biológico que nos ocupa. Prefiero afirmar el finalismo sólo en la inteligencia creadora respecto de la obra total e inicial de la creación, y esto en un concepto fuera de la biología, operante en un terreno y disciplina ajenos a ella, inoperante en el de la ciencia experimental…”
[Emiliano Aguirre, en Coloquio sobre evolución biológica, cit., p. 186].

La evolución en los sesenta: entre Darwin y Teilhard

El centenario de El origen de las especies en 1959 provocó, a escala mundial, la aparición de un gran número de obras conmemorativas, algunas de las cuales fueron traducidas y publicadas en España durante la década de 1960. En 1963, tras más de treinta años de marginación y censura, comenzaron a publicarse las principales obras de Darwin y, hacia la segunda mitad de la década, ya existía una cierta regularidad editorial en torno a su figura.

Algunas de estas obras devolvían a Darwin el prestigio como científico ilustre, del que había sido despojado tras la Guerra Civil, atribuyéndole además valores morales y humanos distintos a los difundidos hasta entonces. Un ejemplo es el texto de Piero Leonardi, Carlos Darwin y el evolucionismo, Fax, Madrid, 1961.

Entre las obras publicadas en España destaca Origen de la vida y del hombre (1963) [Adolf Haas et al., Origen de la vida y del hombre, La Editorial Católica, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1963], dirigida por el jesuita Adolf Haas, profesor en la Universidad de Múnich y en la Facultad de Teología y Filosofía de Fráncfort. La edición española fue adaptada por Bermudo Meléndez y revisada por diversos autores españoles.

Esta obra formaba parte de la colección estrictamente religiosa “Biblioteca de Autores Cristianos”, lo que pone de manifiesto, una vez más, la preocupación eclesiástica por reconciliar fe y evolución.

En el prólogo de esta edición, el entonces profesor de Paleontología de la Universidad Complutense y tímidamente evolucionista teísta Bermudo Meléndez afirmaba:

“La doctrina evolucionista, por fin, ha dejado de ser un monopolio exclusivo del materialismo, monístico y ateo.”

Meléndez dejaba así clara su posición: la evolución era un hecho, no una hipótesis, y abandonaba abiertamente sus críticas de posguerra a la teoría sintética. No obstante, esto no implicaba una renuncia a su concepción finalista, ni un rechazo a la compatibilidad entre interpretaciones creacionistas y evolucionistas.

Aguirre y la “Problemática Paleontológica y la Selección Natural”

A lo largo de su extensa ponencia en el Coloquio de 1959, con ocasión del centenario de la publicación de El origen de las especies de Charles Robert Darwin (1859), el joven paleontólogo de 34 años Emiliano Aguirre presentó su intervención titulada “Problemática paleontológica y selección natural”, publicada posteriormente en el Boletín de la Real Sociedad Española de Historia Natural (Geología), tomo LX, Madrid, 1962, pp. 177–192. El texto constituye una transcripción de la ponencia pronunciada en la Universidad de Madrid.

Aguirre comenzó afirmando:

“No es nuevo que la Paleontología, más que ofrecer soluciones, crea problemas a la cuestión de los mecanismos evolutivos. Es más, las frondosas ‘series’ paleontológicas, con sus luces y sus nieblas, han venido a constituir el gran fondo y peso de esta larga y apasionante cuestión biológica, y a dar las dimensiones de su problemática, en que los hechos biológicos de la observación actual aparecen muy pequeños como problema teórico.
La naturaleza misma de los datos paleontológicos los sustrae a todo estudio experimental sobre la estática y la dinámica de la evolución, que solo es posible en el estrecho lapso del presente abarcable por la moderna técnica de la experimentación y observación.
Mas la presencia del acervo de objetos propuestos por la Paleontología a la nueva Historia Natural es un test insuprimible, en el que necesariamente ha de contrastarse toda teoría que pretenda rebasar la frontera de los casos experimentables que la han hecho concebir, y dar una explicación válida para todo hecho evolutivo”.

Tras exponer los hechos generales que pueden desprenderse del cuadro morfogenético ofrecido por la Paleontología, Aguirre afirmaba:

“Todos los hechos referidos tienen que hallar explicación en la teoría que se proponga para dar cuenta del proceso evolutivo. Escogeremos la que los satisfaga si solo es una. Si son varias, habrá que discernir entre ellas por otros capítulos; si ninguna, será preciso buscar una nueva, o encontrar en la aparente oposición de varias los diversos factores necesarios”.

Desde su perspectiva, Aguirre señalaba:

“Veo en la solución finalista (Leonardi, 1953) una fuga o una desconfianza de la Biología, aun cuando, en Filosofía, sostengo una finalidad sensu stricto en el autor del universo.
La negación o la simple duda de la existencia del Creador o de las causas inmateriales carecen de toda base en los fenómenos evolutivos, aunque algunos hayan pretendido justificarlas con estos.
Es preciso desenmascarar esta falacia, pero evitando, a la vez, caer en otra semejante (‘muy embarazosa’, R. Alvarado, 1959) para el progreso en estos problemas biológicos y que muy fácilmente puede quedar desacreditada”.

Aguirre bosquejaba su convicción de que el paradigma contingentista de la selección natural poseía mayor poder explicativo que las respuestas finalistas:

“Una cosa hemos todavía de notar.
La selección está dejando de ser la ingenua ‘lucha por la vida’ en el sentido de combate externo de individuo a individuo por el alimento, o de competencia entre macho y macho por la hembra (G. de Beer, 1958).
Hoy día la selección natural ha encontrado su propio terreno, más bien en funciones de respuesta al medio y aun en el punto clave y crucial de las propiedades fundamentales vitales, punto en el que se concentran y se disparan el efecto metabólico, de información y de transmisión; en la interacción genética, al nivel de la fisiología cromosómica.
Así, se entiende la selección natural como el resultado desigual del esfuerzo de diferentes individuos en concurso para dominar el medio ambiente y no ser dominados; algo que viene a confundirse con la adaptación.
O como el resultado desigual de los conatos de diversos sistemas genéticos para lograr en su interior un reajuste viable ante un desequilibrio; este puede estar causado por la ‘segregación’ de una pequeña población periférica (Mayr, 1952), etc.
También aquí la selección natural se acerca al concepto de adaptación y, para algunos, toma cierto color de preadaptación o de alguna suerte de determinismo”.

Aguirre afirmaba además:

“Tanto los hechos aducidos en el párrafo anterior como las series conocidas en sus detalles —mastodontes ibéricos (Bergounioux, Zbyszewski y Crouzel, 1953; Bergounioux y Crouzel, 1959), elefantes de Europa, équidos de Norteamérica, hiénidos del Vallés, etc.— hacen ya innecesaria la macromutación y permiten explicar por micromutaciones fenómenos macroevolutivos (cf. Aguirre, 1959)”.

Y proseguía:

“Antes que el finalismo, repito, pido esta explicación de tales puntos que presentan dificultad para la teoría de la selección, a la teoría de la selección misma.
A la vez, no dejaría de buscar en las teorías y experiencias sobre la adaptación activa por influjo positivo del medio, con heredabilidad del efecto (no ya por bionomía interna).
Respecto al lamarckismo, dos cosas me parece poder afirmar:
que, en teoría, esta solución respondería de una manera unitaria a las dos cuestiones de la variación y del progreso adaptativo;
pero también que esta hipótesis está muy lejos de ser confirmada con los hechos experimentales, como lo está la teoría sintética;
que nunca puede valer con la ingenuidad y la universalidad con que fue formulada, y que, por tanto, no puede admitirse en lo que se opone a la teoría de la selección natural, sino solo en la medida en que un día pudiera probarse como complemento de esta”.

Y concluía, reafirmando su postura:

“Insisto, para terminar, en dudar de un finalismo de tipo vitalista, que me parece ingenuo como solución del problema biológico que nos ocupa.
Prefiero afirmar el finalismo solo en la inteligencia creadora respecto de la obra total e inicial de la creación, y esto como un concepto fuera de la biología, operante en un terreno y disciplina ajenos a ella, inoperante en el de la ciencia experimental;
y en el de esta no podría ver sino un determinismo real, aunque complejo, de los factores ambientales que ciegamente seleccionan y determinan el múltiple y desorientado conato de las mutaciones, determinación que, tal vez, esté ya incluida y definida en las posibilidades de desarrollo, reagrupación e interacción molecular y atómica, que constituyen la trama de la vida, y en cuya investigación acaban de ser premiados los trabajos del Dr. Ochoa”.

Y remataba:

“Aquel finalismo cae fuera de la ciencia experimental, que no ha de contar con él en los problemas mientras estos no excedan de su dominio;
otra cosa es que pueda aconsejarse a un científico el reconocer, fuera de la biología, la investigación de las causas metaempíricas del mundo en que nos movemos.
Esto tampoco sería en manera alguna obstaculizar, sino completar su investigación biológica, la cual, en todo caso, debe proseguir sus tareas en los términos biológicos y sobre la base de los factores que la biología como tal conoce y puede observar y manejar experimentalmente”.

Conclusión

Tras la lectura valiente de la ponencia de Emiliano Aguirre, se desarrolló un extenso debate, del que conocemos un resumen que puede servir de conclusión para este trabajo.

Uno de los presentes le pidió:

“Que aclarase un poco más las razones por las que se aparta del finalismo biológico y que nos dijera cómo prueba la heredabilidad de los caracteres adquiridos. Por supuesto, estamos tratando de biología y, por tanto, en el terreno de lo experimental y no en el de la Filosofía”.

EMILIANO AGUIRRE respondió:

“A la primera pregunta he de responder primero con una razón de método científico. Estamos en Biología, que es una ciencia experimental, muy de acuerdo con el propósito de los organizadores de este Coloquio, quienes, para ayudarnos a mantenernos en este campo y evitar dispersiones o interferencias, han limitado expresamente el objeto de discusión, reduciéndolo a las categorías taxonómicas entre los primeros vivientes y el hombre, excluyendo las cuestiones sobre el origen de la vida y del hombre, precisamente por parecer indeclinables en ellas tales implicaciones.

Ahora bien, los problemas con punto de partida material y experimentable, si se pueden plantear en términos de este orden, tienen que tener también una solución por factores materiales y experimentables, y solo tendrán soluciones en otro orden, con factores de otro orden, cuando pasan a otro planteamiento con términos nuevos; pero entonces ya se está en otro problema y en otra disciplina. Problema y disciplina que vuelvo a reconocer y afirmar, pero que distingo claramente de la Biología.

No creo que se haya demostrado plenamente que el orden biológico —aunque con mayores grados de improbabilidad y no menor precisión que el orden cósmico— necesite un factor enteléquico inmaterial o una actividad que no es objeto de experimentación, más que lo es el orden astronómico. Hacer necesario este factor para la resolución de un problema fundamental biológico parece equivalente a negar a la Biología su individualidad como ciencia, ya que se le estaría negando la capacidad de resolver un problema específicamente suyo, surgido de su propio objeto y metodología, con sus propios métodos y datos.

Podría añadir una razón metafísica, que omito por no ser este el lugar. En cuanto al concepto y modo de razonar acerca del fin, retengo como más claros y apropiados los que he recibido del P. José Hellín, S. J., en su Teodicea, del Cursus Philosophicus, B.A.C., tomo III”.

Sobre la heredabilidad de los caracteres adquiridos, añadió:

“Repito que tengo la teoría lamarckista por lejos de estar sólidamente probada, pero tampoco por definitivamente rechazada como posible complemento del mecanismo mutación-selección en algún término. No me parece que la experimentación acerca de ella haya alcanzado la madurez de la teoría selectiva, y a esto hay que añadir mi imperfecto conocimiento del lamarckismo actual”.

Entonces el profesor Crusafont, firme defensor del finalismo, intervino:

“Con Aguirre discutimos un día la posibilidad de que se tachara como demasiado antropocentrista el hecho del progreso de la cerebralización (puesto que pensamos con el cerebro), pero entonces le insinué una medida más objetiva del progreso vital en la Ortogénesis de fondo: la de la independización sobre el medio mediante el gradual perfeccionamiento de la reproducción. Proceso de independización que, por lo demás, se complementa con el dominio sobre el medio mediante el sistema más perfecto de información”.

E. AGUIRRE replicó:

“Recuerdo aquella conversación entre otras inolvidables. La progresiva interiorización de la función reproductora, también la progresiva complicación y aseguración del mecanismo bisexual, y la progresivamente mayor protección y eficacia biológica en esta función capital —hasta la cima del número singular en la ovulación— puede verse como una confirmación, ajena a la función pensante, del fundamento objetivo que tiene la consideración discutida: que el principio de economía en el dominio del medio por interiorización o información es capital en la Biología y puede construir un módulo para valorar lo biológico y, por tanto, también la evolución”.

A continuación, intervino Joaquín Templado, quien planteó:

“Dice Aguirre que el mecanismo microevolutivo (micromutaciones al azar, recombinación de genes, selección natural, aislamiento geográfico) explica determinados fenómenos macroevolutivos. ¿Hasta qué categoría sistemática? ¿Y en qué casos concretos existe evidencia paleontológica?”

E. AGUIRRE respondió:

“Comienzo por la segunda pregunta. Pienso que algunas series de elefantes europeos (Soergel, 1912) —especies—, una de hiénidos del Vallés (Crusafont, inédito) —géneros—, la clásica de équidos, de todos conocida, y la de mastodontes ibéricos (Bergounioux, 1953, 1958) —hasta subfamilias— no necesitan ninguna clase de ‘macromutación’ y pueden tenerse por suficientemente explicables sobre la base de mutaciones del orden de las experimentales o micromutaciones.

La evidencia paleontológica, en otros casos que afectan a categorías sistemáticas superiores —órdenes, clases— no consiste en muchas series con numerosas formas ‘intermedias’, sino en algunas pocas realmente tales. Sobre estas, hay que observar que son escasas para relacionar grupos tan numerosos, bien definidos y diversificados, lo que hace aparecer el problema como más arduo de lo que tal vez es en realidad.

Bloque a bloque, la diferencia entre Mamíferos y Reptiles es grande, pero entre los primeros mamíferos y determinado grupo de reptiles, los terópsidos, parecen reducirse las diferencias hasta valores no necesariamente superiores a la capacidad de las mutaciones génicas.

Se sabe que estos reptiles han salvado uno de los saltos que nos parecían insalvables y que servían como argumento clásico de ‘macromutación’: el paso del oído “anfibio”, con los huesos angular y cuadrado en función articular entre mandíbula y cráneo, al oído “mamífero”, con dichos huesos en el oído medio y con función auditiva (convertidos en yunque y martillo). Hoy se sabe que esos huesos aparecen en posición transicional: siguen relacionando cráneo y mandíbula, pero también empiezan a intervenir en la función auditiva, sin haber alcanzado aún su nueva posición interna.

Este fenómeno tiene aún mayor alcance, pues comienza en los vertebrados acuáticos con la transformación del hueso estribo en elemento auditivo. Tenemos, por tanto, otra prueba paleontológica a favor de un mecanismo mutativo ‘micro’, pese a la magnitud histórica del efecto, tras el desarrollo divergente de los saurópsidos y mamíferos. Y esto ya es un caso de ‘megaevolución’, según la terminología de G. G. Simpson que provisionalmente usamos.

En otras diferencias entre clases o tipos, si no hay pruebas paleontológicas como la citada, puede tener valor un argumento de analogía. No debemos guiarnos por ‘lo que parece a primera vista’ o la observación vulgar; examinemos más bien si hay o no razones para admitir una barrera infranqueable para tal mecanismo en los diversos casos”.


Al final de su intervención, Emiliano Aguirre ofreció una extensa bibliografía que respalda su tesis: que la evolución biológica, tal como se observa desde la paleontología, se explica mejor mediante los mecanismos contingentistas de la selección natural darwinista, que mediante los finalismos de corte lamarckista o metafísico.

Textos destacados de apoyo:

  • AGUIRRE, E. (1958). La Ortogénesis y el problema de la evolución biológica. Arbor, 39, 467–502.
  • DE BEER, G. (1940). Embryos and Ancestors. Oxford.
  • DE BEER, G.; FOREWORD, CH. DARWIN, A. R. WALLACE (1958). Evolution by Natural Selection. Cambridge.
  • CRUSAFONT, M.; TRUYOLS, J. (1953). Un ensayo goniométrico sobre la carnicera inferior de los fisípedos. Estudios Geológicos, 18, 225–256.
  • HALDANE, J. B. S. (1949). Suggestions as to the quantitative measurement of evolution. Evolution, 3, 51.
  • HALDANE, J. B. S. (1952). La estática de la evolución, en El proceso de toda evolución biológica (Evolution as a Process). Madrid, 1958, 147–162.
  • MAYR, E. (1952). Cambio de medio genético y evolución, en El proceso de toda evolución biológica. Madrid, 205–233.
  • SIMPSON, G. G.; ROE, A. (1939). Quantitative Zoology. New York.